Una lectora nada común de Alan Bennett es la excusa perfecta para vislumbrar la fábula encandiladora de los cuentos orales trasladada a las páginas de la narrativa moderna.
Puede que uno de los elementos más bellos del relato sea ver que la reina se convierte de pronto en una princesa enana, en una niña que no es cándida y complaciente, sino díscola, poseída por la curiosidad. No desea un final con perdices, ni flores, ni halagos gratuitos. Sólo respuestas a su continuo flujo de preguntas, a sus insaciables ansias por recuperar el tiempo perdido. Porque la lectura, al descubrirla, nos hace sentir también cierta desazón, como si fuésemos pequeños sísifos, intentando subir la montaña portando la piedra de la ignorancia, conscientes de que nunca alcanzaremos su cima, ni podremos verla siquiera, porque la literatura es inarbarcable e inalcanzable. “Creo que leo porque tenemos el deber de descubrir cómo es la gente” reflexiona la reina para perturbación de su ayudante, Sir Kevin, el antagonista frecuente en cualquier relato y que en éste caso sólo podría venir encarnado por un pseudo-intelectual, reducido a la estrechez del academicismo y la compostura. Un tipejo odioso que se empeña en separar a la lectora amateur de su recién estrenado vicio, emperrado en desenterrar prejuicios sobre la lectura y recordar a la reina que la ocupa una actividad egoísta y poco apropiada a su condición. El inamovible "malo-malísimo" se niega a aceptar la empatía que el personaje de Isabel II comienza a desplegar, es más, empieza a parecerle ridículo que ni siquiera la instrumentalice y la haga pública, en un alarde propagandístico barriobajero que la reina no está dispuesta a admitir. “El atractivo [de los libros] está en su indiferencia: había algo inaplazable en la literatura. A los libros no les importaba quién los leía ni si alguien los leía. Todos los lectores eran iguales, ella incluida. La literatura, pensó, es una mancomunidad, las letras, una república (…) los libros no se sometían.” Efectivamente, los libros, con su rebeldía innata empiezan a descubrir en la reina la estupidez de sus actos, empiezan a poner en tela de juicio la importancia de entregar premios a literatos sin conocer sus obras, sin poder conversar con ellos sobre sus escritos. Comienza a cuestionarse su propio sentido del deber y la institución que preside comienza a ruborizarse con sus nuevos pensamientos, que cuestionan su propia educación regia. “Aleccionar no es leer. De hecho es la antítesis de la lectura. Aleccionar es sucinto, concreto y pertinente. Leer es desordenado, disperso y siempre incitante. El aleccionamiento cierra un tema, la lectura lo abre.” La Reina nos hace pensar, quizás en que esta reflexión del personaje merezca comenzar a escribir su nombre con mayúsculas y, también, nos sugiera un ligero pero importante cambio que deberíamos trasladar a la escuela: en lugar de que las aulas parezcan cuarteles de instrucción deberían estar habitadas por estanterías colmadas de libros y, sobre ellos, un gigantesco cartel donde se inscriba la atractiva palabra “prohibidos” para que todos los pequeños se viesen tentados y no pudiesen evitar acercarse a leer.
Alan Bennett consigue una conjunción entre osadía y subversión que se rifa con el humor la extensión de los diálogos, espontáneos, sencillos y a la par irónicos y cargados de dobles sentidos. Un estilo que recuerda en mucho al de Woody Allen en sus películas y que Bennett traslada a la literatura empleando las letras con esa simpleza mordaz a la que obligan los textos audiovisuales. Quizás por aquello de que el propio autor británico trabajó en televisión, su narración no se desprende de los dictámenes del lenguaje audiovisual y utiliza, de modo certero, concreto y eficaz las palabras justas de la forma adecuada para despertar un cosquilleo irreprimible en la comisura de nuestros labios. “Supongo –piensa la Reina- que una de las pocas cosas que podemos decir es que hemos llegado a una edad en la que podemos morirnos sin que nadie se sorprenda.”
Para acabar de zurcir una obra de ingenio, tan torpes como “Pierre Nodoyuna” en su obsesión por ganar alguna de las innumerables carreras disputadas en Los autos locos, los malvados asesores regios pergeñan un grotesco y maléfico plan que resolverá la novela con un final, sorprendente, gracioso y valiente que saboteará las fechorías pretendidas por los consejeros reales. ****
En una última nota, pasado el abatimiento inicial de estos días, y ya vencida (más bien capoteada) esa congoja y compungimiento sentimentaloides, he rescatado la escasa serenidad que todavía conservo en mi trastero y resuelvo en este final mi más sincero agradecimiento hacia una de esas personas que en un alarde de altruismo literario ha intentado orientar mi tendencia hacia los libros y mi gusto pelín hortera. Por todo y, en este caso, por descubrirme, al izar el telón de la biblioteca, un escrito como Alan Bennett y un librito tan inocente (va con retranca) y encantador como Una lectora común... ¡graciñas!
Y ¡ah! –exclamo al firmar una posdata aclaratoria que no quiero que se me olvide-. Solicitaría a mis camaradas que no se me atrincheren ya que, por dulce e ingenuo que sea el personaje que se nos presenta, por tediosas y compasivas que sean sus obligaciones, por empática que me haga con el trajín regio, por palabras de admiración y consuelo que, imbuída por la lectura de Bennett, dedique a lo largo de este texto al personaje real, tranquilos todos –esta es una nota de advertencia- y aprovecho, como el autor, para poner cierta sorna en los salones de guirnaldas y de rúbricas coronarias. No quiero dejar de confesarles, camaradas pasionarios, que no cabe preocupación alguna tras haberme leído así de complaciente respecto a este tema tan escabroso para ciertas sensibilidades (especialmente la mía), ya que esta Trilby sigue vislumbrando en sus ensoñaciones pendones de color morado ondeando en la torre del Palacio Real… ;)