“Creo que te quiero, Bartolomé”, dijo ella, desde detrás suyo. Y le separó sus manos del rostro.
Algo le estaba aplastando los nudillos. Abrió los ojos y no consiguió ver nada. La oscuridad era absoluta. No podía percibir la menor diferencia entre tener los párpados pegados o separados. Intentó moverse, pero tenía el torso, el abdomen y las extremidades sujetos con correajes que le mantenían tendido sobre alguna superficie. Cuando trató de gritar, pidiendo ayuda, encontró que tenía la boca tapada con algún trozo de tela vasta o de cuero. Se concentró en su nuca y espalda, tratando de discernir si estaba acostado sobre una textura blanda o dura, si reposaba sobre un lecho o una tabla, una camilla, o un colchón, si bajo su cuerpo habían depositado una sábana o la áspera extensión de un saco. Tan pronto le parecía una cosa u otra. Sin ser capaz de dilucidarlo o de decidir si le importaba o no, perdió la consciencia. Cuando la recobró, se entretuvo en contar sus parpadeos, con la intención de intentar medir el paso del tiempo. En tan absurda ocupación, fue sorprendido por el chillido de una gaviota, que sonó nítido en medio de la oscuridad. Ese sonido le hizo pensar que probablemente el sol estaba alto en el cielo, en algún lugar, fuera del recinto oscuro en el que se hallaba inmovilizado. Entonces quiso entender por qué estaba allí, saber quién le había reducido a tan lamentable estado y tratar de aventurar cuánto más tendría que soportar aquella tortura. Y aunque procuró concentrarse en estas acuciantes cuestiones, no sólo no logró resolverlas, sino que, con creciente horror, tomó conciencia de una certeza espeluznante: no recordaba quién era. Desde que había oído el grito de la gaviota, no podía precisar hacía cuánto, no había vuelto a oír el menor sonido. A pesar de aguzar el oído tanto como era capaz, durante lo que le pareció una eternidad, el silencio más rotundo, pesado como el plomo, había sido la única compañía que poblaba la más espesa oscuridad. Paulatinamente, empezó a escuchar con nitidez algunos ruidos que fueron aumentando de volumen. En primer lugar, el sordo estruendo de su propia respiración, a través de sus fosas nasales, al que no tardó en seguir el torrente del curso de su saliva por su garganta, el retumbar de su corazón, el latir de sus pulsos en muñeca y sienes y el rumor de sus órganos internos. Cuando empezaba a distinguir claramente el aleteo de sus pestañas, un sonido que se le antojó semejante al de un trueno estallando en un valle se superpuso a todos los demás. Creyó que se trataba del roce de un cuerpo (o de parte de él) que se removía contra alguna superficie cubierta de tela o paño. No parecía proceder de muy lejos. Poco después, oyó otro roce similar, cuyo origen parecía encontrarse en un punto algo más alejado. Pensó que no estaba solo en aquel lugar y que, con toda probabilidad, había más personas en su misma situación encerradas allí. Otros individuos, inmovilizados y mudos, había sido encerrados con él en aquella oscuridad impenetrable. Quizá ellos supieran quién era él o, al menos, quienes eran ellos. O quizá, simplemente, supieran cómo mover un ápice de su cuerpo. Pensó que le gustaría comunicarse con ellos antes de morir. “Yo no quise estar aquí”, dijo una voz susurrante. “Nadie quiso”, contestó al cabo de unos minutos otra voz. “Podéis hablar”, pensó. “Todos necesitamos una guía en la vida”, afirmó con convicción una tercera voz, que sonó más cerca que las otras. “Mi guía –continuó explicando la tercera voz-, me la proporciona mi primo Eduardo. Él me sugirió que viniera a este club”. “Me gustaría que nos conociéramos mejor”, contestó una cuarta voz, que no especificó a quien se refería. Había oído cuatro voces de hombre que habían sonado en la oscuridad. No podía reconocer ninguna de ellas, ni por haberlas oído estaba un milímetro más cerca de recordar quién era él. Pero celebraba no estar solo en aquella negra desesperación. Había perdido la sensibilidad en los miembros inertes, pero albergaba la esperanza de que su situación mejorara y que, quizá en poco tiempo, podría escuchar el sonido de su propia voz, además del de los demás.Ochenta mil parpadeos después de haber oído “Me gustaría que nos conociéramos mejor”, oyó una voz femenina que afirmó con extraña serenidad: “Visto por televisión, el circo es deprimente”. “Les diré algo que muy pocos saben: los tobillos se hinchan entre junio y marzo, los cabellos se rizan debido a las bajas presiones y el amor llama a la puerta cuando estamos en el baño”, replicó una voz nauseabunda, entre risitas. Sintió crecer la indignación en su pecho, como un fuego abrasador. Dentro de aquel absurdo carrusel de declaraciones sin sentido, aquella intervención le provocó un rechazo visceral. Estaba dispuesto a aceptar todo tipo de intemperancias, pero hasta el disparate debía constreñirse a alguna limitación. Deseó más que nunca poder sumarse al disperso coro de voces inconexas, y hasta pensó en lo que constituiría su intervención: “Aquí hace falta un buen aislante porque si no, se acabará filtrando la humedad”. Cuando hubo formulado mentalmente su contribución al desquiciado debate de fantasmagóricas voces notó súbitamente que le clavaban una cánula en una vena de su brazo derecho. Se durmió de inmediato y soñó con una vasta extensión de terreno helado cubierta de cadáveres de peces espada. Cuando despertó, notó que le habían liberado la boca y emitió algo parecido a un graznido de triunfo. Al punto, oyó lo que le parecieron centenares de voces airadas, un abigarrado crisol de expresiones aleatorias, procedentes de otras tantas gargantas. Con la misma inmediatez con la que se había iniciado, la tormenta de voces se detuvo. En medio del más hermético silencio, sonó entonces una cálida voz femenina: “Creo que te quiero, Bartolomé”. Bartolomé cerró los ojos. En el fondo de la estancia, en la que cientos de personas respiraban en silencio, rumiando su desgracia, lamiéndose las encías entregados a la desesperación más ácima, podía ver una pequeña luz roja, como un ascua. Era una luz completamente aislada, que no lograba iluminar nada de su entorno y que lo mismo podía estar situada a muchos metros, como Bartolomé suponía, o a pocos centímetros de su nariz. Mientras la observaba con la escrutadora atención de sus ojos velados por la oscuridad y los cerrados párpados, Bartolomé no dejaba de escuchar, como un eco interminable, la voz femenina que le había hablado por su nombre. Disipó de un soplido, como haría con un tenue hilo de humo, la ridícula sospecha de que aquel nombre no fuera el suyo, de que fuera de algún otro de los desgraciados que compartían su encierro o de que, incluso, la mujer que lo había pronunciado ni siquiera estuviera dirigiéndose a nadie de quienes allí se encontraban, sino que estuviera recordando a algún ser querido del mundo exterior. Él era Bartolomé y estaba viendo, al fin, una luz, al fondo de aquel infierno, una luz pequeña, roja y débil, como un ascua.La lucecita roja empezó a girar y a describir cambiantes trayectorias en el vacío absoluto que la envolvía. Elipses sin sentido, irregulares, cambiantes y de incierta geometría. Tan pronto se movía en frenético zig-zag, como ondulaba majestuosa y serena. Se elevaba en elegante progresión hacia lo alto para dejarse caer en vertiginoso picado. Bartolomé vio, en un determinado momento, que la luz roja ampliaba su diámetro, sin perder ni ganar intensidad, hasta invadir todo su campo visual. Abrió los ojos y se encontró, libre, en la calle. Liberado de sus ligaduras, con su memoria recobrada e intacta, Bartolomé caminó con paso decidido a lo largo de una calle ajardinada. A sus oídos llegaba el sonido familiar de los platos que se recogen después del almuerzo y la melodía de una canción pop, procedente de una radio. Respiraba con afanoso deleite.Recordó un día, en su juventud, en el que el frío le había invadido hasta herirle, otro día en el que la vergüenza le estrujó el alma hasta ahogarle, una noche en que se supo perdidamente enamorado, y una tarde interminable, de infinito crepúsculo, en la que no tuvo ningún interés por llegar al día siguiente, ni curiosidad por descubrir cómo sería. Estos recuerdos, que le hacían revivir viejas sensaciones que habían permanecido aprisionadas, como él, golpeaban en el corazón de Bartolomé con la contundencia de un mazo. Conforme llegaba al final de la calle, donde le esperaba una encrucijada, Bartolomé caminaba con paso cada vez más inseguro, hasta llegar a tambalearse. Recordaba todo lo que había sido su vida, cada una de las cosas que le habían pasado, o las que él creía haber vivido, incluso aquellas cosas que sabía indudablemente no haber vivido jamás, pero sí soñado o imaginado. Se sintió profundamente enfermo, incontrolado, como un alfeñique, un mequetrefe sacudido por un huracán. Se sentó en el bordillo de la acera y se cubrió el rostro con unas manos crispadas, de dedos largos y nudosos. Tenía los nudillos aplastados. Bartolomé pensó que se cubría boca, oídos y ojos para no hablar, no oír y no ver, pero pronto entendió que lo hacía para que no ser visto, ni ser oído, ahora que lo recordaba todo. Y a continuación supo, con absoluta certeza, que nunca podría separar las manos de su cara, que de forma indeleble, se le habían quedado pegadas a ella. Un río de lágrimas comenzó a brotar de sus enrojecidos ojos, discurriendo por entre sus dedos hasta desembocar, en cascada, sobre el asfalto.
“Creo que te quiero, Bartolomé”, dijo ella, desde detrás suyo. Y le separó sus manos del rostro.
“Creo que te quiero, Bartolomé”, dijo ella, desde detrás suyo. Y le separó sus manos del rostro.