RESEÑA: Casas vacías.

Publicado el 25 febrero 2021 por Jimenada

 CASAS VACÍAS


Título: Casas vacías. 
Autora: Brenda Navarro (Ciudad de México, 1982) es socióloga y economista feminista por la Universidad Nacional Autónoma de México. Realizó un máster de Estudios de Género, Mujeres y Ciudadanía por la Universidad de Barcelona. Ha sido redactora, guionista, reportera y editora. Ha trabajado en diversas ONG relacionadas con derechos humanos. Es fundadora del #EnjambreLiterario, un proyecto editorial enfocado en publicar obras escritas por mujeres. Casas vacías es su primera novela. 

Editorial: Sexto Piso. 
Idioma original: español. 
Sinopsis: La maternidad, que casi siempre asociamos con la felicidad, también puede ser una pesadilla: la de una mujer cuyo hijo desaparece en el parque donde estaba jugando, y la de aquella otra mujer que se lo lleva para criarlo como propio. Ubicada en un contexto de profunda precariedad física y emocional, la historia de estas dos mujeres, madres del mismo niño - un niño que primero se llama Daniel y que después será rebautizado como Leonel - y madres, además, de un mismo vacío, nos confronta con las ideas preconcebidas que tenemos de la intimidad, las violencias familiares, la desigualdad social, la soledad, el acompañamiento, el cuidado, la culpa y el amor. 
Su lectura me ha parecido: devastadora, estremecedora, con multitud de lecturas, cuidadosa en su estructura, rica, audaz, enmudecedora... El aquel lunes invernal de 1993 nací con los ojos completamente abiertos - o al menos eso es lo que siempre me han contado esbozando nostálgicas sonrisas - lo cual he acabado asociando a una primigenia pasión por la observación y la curiosidad. Las cuales siempre me han acompañado allí donde la belleza se antoja desconocida. Otra anécdota vivida - que no recordada - fueron las mantas con las que mis dos abuelas me cubrieron tras salir del paritorio. Parecía un garbancito rosa embutido entre felpa y amor desmedido. El médico - o la médica, no recuerdo bien su sexo - tuvo que llamarles la atención ya que con tanta capa me iban a ahogar. Sin embargo, otro acontecimiento no tan entrañable tuvo lugar días después. Una monja (sí, vine al mundo en un hospital universitario católico) le espetó a mi madre una frase que, a día de hoy, sigue resonando en el interior de su cerebro: "Si no eres capaz de tomarte un jarabe por tu hija, mala madre serás". Incapaz de ingerir cualquier tipo de medicina en estado líquido desde bien pequeña, mi madre simplemente, ante el apremio de la monja para que se lo bebiera, preguntó si cabía la posibilidad de que se lo diesen en pastilla o por vía intravenosa. Unas vitaminas recetadas por la ginecóloga desencadenaron dicha condena que, como cabía de esperar, cayó como una losa sobre la conciencia de mi madre. A veces, cuando esta historia vuelve a cobrar presencia, me la imagino acercarse, salir de la penumbra, frunciendo el entrecejo, severa, mientras sostiene con unos dedos extremadamente largos el vaso de denso y asqueroso contenido. No deja de resultar paradójico el hecho de que fuera una sierva del señor - cínica y perversa como ella misma - la que pronunciase aquellas palabras ya que si alguien ha inculcado el sentimiento de culpa en nuestra sociedad ha sido precisamente la iglesia católica. La cual expiamos o bien en el confesionario o bien enmendando los supuestos errores que nos han conducido a ella. Se ha convertido en algo tan intrínseco del ser humano que nos sentimos incapaces de prescindir de ella. Ésta nos acompaña, a cada paso, expectante, aguardando el momento oportuno, su irrupción en forma de dolor estomacal o de lágrimas acariciando mejillas. Aún así, si bien todas y todos la hemos experimentado en mayor o en menor medida, es en las mujeres donde ésta ha conseguido echar raíces más profundas. Todo ello gracias a eternas comeduras de tarro con regusto patriarcal desde la mismísima cuna. Cuanto más culpable se sienta la mujer, más terreno cedido y, por tanto, más oportunidades para que los hombres lo ocupen. En la novela que hoy tengo el inmenso placer de reseñar no hay medicinas, ni camas de hospital, ni monjas chungas con la palabra "reprobación" tatuada en los labios. Pero sí culpa, mucha culpa, relacionada, como no puede ser de otra forma, con esa otra palabra tan deconstruida y redefinida en los últimos años: maternidad. Sin embargo, ésta es solo la punta del iceberg. Casas vacías: el lacerante dolor de la ausencia. 

El día que estuve a punto de leer Casas vacías acababa de iniciarse el conocido como "verano de la pandemia". Tres meses de insoportable calor a los que tuvimos que añadirle la sudorosa mascarilla, la reglamentaria distancia social, el pringoso gel de manos, así como una serie de precauciones de obligado cumplimiento que, sin embargo, quedaban a merced de la responsabilidad individual. Salí de un confinamiento difícil - en todos los sentidos - para meterme en una de las estaciones que, en aquellas circunstancias, se me hacía raro disfrutar al menos de lo poco que nos dejaban hacer. Las fronteras se abrieron, aunque en general fuimos más precavidos al no irnos demasiado lejos y ver en el pueblo de toda la vida esa mota de oasis en medio de tanta mala noticia. De hecho, salvo por la presencia de las mascarillas - mejor o peor puesta - la ausencia de verbenas y las limitaciones de aforo en el típico bar de la plaza o en la tienda de toda la vida, el aroma que se respiraba recordaba ligeramente al de aquel añorado 2019. Un año de mierda que al final conseguimos entre todos revestirlo de una compacta pero jugosa masa de fondant. En mi maleta, cuatro libros - ¿o eran cinco? - entre ellos Casas vacías, la opera prima de la escritora mexicana Brenda Navarro. Novela perteneciente a la malograda cosecha del 2020, aquella cuya puesta de largo tuvo lugar en febrero, a las puertas de la hecatombe que vendría después. Texto que, como tantos otros, tuvo la gran suerte de redescubrirse con la desescalada, llegando a formar parte de las listas de lo mejorcito del turbulento año. Sin embargo, y a pesar del privilegio que supone siempre adentrarse en un texto de gran repercusión, lo dejé pasar. La dureza de su sinopsis podía convertir el incipiente dolor de tripa en una semana de apatía y tristeza que no estaba dispuesta a asumir de nuevo. Casas vacías reposó durante meses hasta que otra autora mexicana llamada Guadalupe Nettel oxigenó mis pulmones para lo que estaba por llegar. El golpe fue tremendo por dos motivos. El primero, por haber conseguido armar una novela de tal calibre a pesar de que su grosor, de unas escasas 161 páginas, pudiese indicar impaciencia o una narración abrupta sólo apta para los escritores más mediocres. Brenda Navarro construye dos monólogos bien diferenciados - aquí el trabajo sobre los recursos lingüísticos es impecable - que nos presentan, a su vez, dos realidades y formas de ver el mundo casi antagónicas pero unidas por el cordón umbilical de la maternidad, sus propias tragedias personales y la presencia o ausencia de Daniel o Leonel, dependiendo de en que monologo nos encontremos. La primera es la madre biológica de Daniel, un niño con autismo que desaparece mientras juega en el parque, una mujer aquejada por la culpa de no haberlo vigilado mejor así como la de no quererlo lo suficiente al no ser un embarazo deseado al tiempo que, como si de un pesado saco de patatas se tratase, le cae la maternidad no elegida de su sobrina Nagore, cuya madre ha muerto a manos de su marido. La segunda es la raptora, la que elige a Daniel, la que se lo queda y la que le cambia el nombre - ahora es Leonel - la que comete el delito en aras de mejorar la convivencia con un marido maltratador pensando que un hijo lo arreglaría todo aunque, en realidad, la maternidad y sobre todo el niño escogido no son lo que ella esperaba. Dos experiencias profundas que se enriquecen de una serie de personajes secundarios de gran riqueza (Nagore, Fran, Rafael, las respectivas suegras, Amara) y de un pulso narrativo simétrico - a lo Kubrick pero en literatura - que oscila entre el pellizco, el quejido y el desgarro. Asaeteadas por la culpa (la de la pérdida, la de no poder engendrar hijos, la de haberse casado con el hombre equivocado, la de no querer la propia maternidad...) al final de la lectura una no sabe bien como reaccionar ante la inexistencia de bandos pues, al fin y al cabo, ambas podríamos ser o haber sido todas nosotras. 

El segundo golpe, y tal vez el más duro, vino no sólo por esa envidia sana hacia aquellas autoras/es cuya primera novela resulta a todas luces magistral, también y más importante por una crucial decisión de estilo. Como todos sabemos, México es el país de los desaparecidos, lugar del que en muchas ocasiones nos llegan noticias de secuestros, tiroteos o fosas comunes halladas en medio del bosque. A la vez, en una macabra ironía, México también es el país del culto a los muertos, del recuerdo de los que ya no están, de los altares atestados de fotos y de flores, de las reuniones, comidas y vigilias familiares a los pies de la tumba. Ejemplo de ello lo encontramos en su cada vez más internacional Día de muertos. Consciente de ello, Brenda Navarro no quiso conformarse simplemente con escribir la historia de estas dos mujeres cuya forma de vivir la maternidad está en las antípodas de lo socialmente aceptado. Navarro, a sabiendas, construye la narración sobre un tiempo y unas formas completamente ajenas a cualquier época que el lector pudiese reconocer con facilidad. Aquí el contexto es remoto - de hecho la novela está narrada en pasado - como si hubiese pasado hace años, pero con la sensación de no encuadrarse en un marco temporal concreto, un momento donde no existen costuras, etéreo, en el que los personajes parecen levitar sobre una realidad que les pertenece y asusta al mismo tiempo. La clave de todo esto la encontramos en la que tal vez sea la mejor fase del libro: "¿Por qué los llaman desaparecidos y no se atreven a llamarlos muertos? Porque los muertos somos los que buscamos, ellos siempre, siempre seguirán vivos." ¿Y si en realidad las dos protagonistas están muertas? O peor aún ¿Vagan, como fantasmas plañideros, arrastrando la cadena de la culpa? Esta representación cercana a lo fantasmagórico entronca, por supuesto, no sólo con la invisibilidad a la que se la condenado a la mujer a lo largo de la historia, también con todas aquellos espíritus de mujeres que ingresan en el reino de los muertos tras haber sufrido violencia machista, o como Brenda Navarro subraya en la novela, feminicidio. Esta abstracta idea cobra forma en el personaje de Amara, la madre de Nagore, quien muere a manos de su pareja y tras años de vejaciones y palizas. Una presencia sobrenatural que, como la Rebecca de Daphne du Maurier, sobrevuela la rutina de su cuñada de forma asfixiante. En última instancia, una alegoría a las que no están y que constantemente recuerdan el poder que el patriarcado sigue teniendo sobre nuestra sociedad y la delgada línea que separa la vida de la muerte. Fantasmas o no, lo cierto es que Casas vacías no sólo es un magistral ejercicio de creación literaria, también de abstracción perturbadora llevada a sus últimas consecuencias. Haciéndonos dudar en todo momento si en realidad nos están hablando dos personas de carne y hueso o más bien sus voces de ultratumba, desde los albores del tiempo. 
Casas vacías: una historia de silencios, testimonio, muertos en vida, maternidades fuera de la norma, culpas que se clavan como puñales... Una novela que no deja indiferente a nadie. 
Frases o párrafos favoritos: 
"¿Por qué los llaman desaparecidos y no se atreven a llamarlos muertos? Porque los muertos somos los que buscamos, ellos siempre, siempre seguirán vivos."
¡Un saludo y a seguir leyendo!
Cortesía de Sexto Piso