98 OCTANOS
Girona, Ed. Quadrivium, 2014
Dicen que hacer una reseña del libro escrito por un amigo es de dudosa moralidad. No veo que la cuestión pueda llegar a simplificarse tanto como para darla por zanjada sin más. La cosa tiene más miga. Para muestra, el artículo que Umberto Eco escribió sobre este asunto (titulado "El libro de un amigo, los enemigos y los amigos del autor", en El País, 21 de febrero de 1989, y que puede leerse en este enlace), donde queda relativizada la supuesta exigencia moral debido a la estrechez del círculo de amigos y enemigos de un autor, porque el mundillo de la crítica está compuesto de gentes que se aman y se odian por dispares razones no siempre vinculadas a la literatura.
Por lo demás, no creo que en el caso de 98 octanos y su autor, Aurelio González, esta reseña vaya a alterar demasiado el orden moral que impera en el no tan impoluto mundillo literario. Aurelio y yo somos amigos desde hace muchos años, pero ni él ni yo estamos vinculados a grupos editoriales de peso y creo que nos importan bastante poco los índices de ventas, ni vamos a alcanzar con nuestras letras mejores posiciones académicas o profesionales. Ni vamos a ganar más dinero. Así que hay un alto nivel de garantía de inocencia mediática.
Volviendo a un terreno más literario, me veo en la necesidad de subrayar que escribir una novela cuesta más de lo que se pueda suponer desde el otro lado del libro, donde es relativamente fácil ventilarse una historia en una par de tardes. Quizás por este motivo, Aurelio González ha dedicado la segunda parte de su trilogía Insert coin a explicar cómo llegó a escribir la primera, La geometría del círculo (Girona, Quadrivium, 2008). Una novela para explicar otra novela. No es mala idea. Permite combinar varios hilos argumentales alrededor del protagonista, Jonás, y su desesperado empeño por hallar un ligar de trabajo donde acabar de una vez por todas un texto que se le resiste, mientras sueña con una periodista erotizante que le entrevista tras haber alcanzado el éxito. Es el sueño que anima a los escritores a emprender la lucha con el papel en blanco o, en el caso de Jonás, con la pantalla en blanco. Ensoñaciones mediáticas.
Uno de los ejes centrales de la historia es la operación de juego sucio contra el Gran Casino de Barcelona (no sé hasta qué punto es un juvenil sueño de Aurelio González), que en la mente de Jonás adquiere la función catalizadora de sus impulsos creativos. Yo hice saltar la banca del casino y he de explicar cómo y por qué. Hilo, por lo demás, trenzado con otro, el de la ruptura con Elsa, su novia del instituto, y trenzado con otro más, el ambiente decrépito de Duero, el pueblo donde los padres de Jonás se establecieron para iniciar allí una existencia arcadiana como pioneros del cultivo ecológico, ahora fagocitado por el sistema bajo la etiqueta de eco-capitalismo, de la misma manera que el movimiento del orgullo gay ha sido tragado hasta el fondo y ahora se vende bajo la égida del gay-capitalismo. En suma, en ese ambiente había transcurrido la adolescencia de Jonás, sus años de rebeldía y su primer contacto con la filosofía de la mano del profesor de la asignatura, Arturo Sáenz, más tarde expulsado del instituto por sus díscolas actividades.
Todo este escenario desprende un cierto regusto a decadencia. Un profesor de filosofía fracasado y colgado de los buenos tiempos pasados; un alumno que estudió filosofía por su culpa y que parece arrepentido de ello o al menos no acaba de encontrar sentido a todos aquellos años dedicadosa leer a Kant, Heidegger, Marx o Aristóteles; tanto esfuerzo para acabar en trabajos como acompañar a una vieja gloria del cabaret en sus decrépitos paseos por el casino.
No sé si detrás de esto hay una reflexión sobre el sentido de la vida, sobre el sentido de la filosofía, sobre el sentido de estudiar filosofía, o todo a la vez. He aquí el punto donde puede haber interferencias en la tarea del reseñista, que estudió esa carrera junto al autor de la novela. No sé hasta qué punto tenemos una experiencia coincidente en cuanto al sentido de estudiar filosofía y seguir en la brecha. Yo me sentí profundamente decepcionado a mitad de camino y casi abandono. Él siguió, pero nunca lo vi demasiado interesado en prepararse para la docencia, no tanto como otros que Jonás menciona en el relato y que me remiten a compañeros comunes que, con escaso sentido filosófico, preparaban sus oposiciones al cuerpo docente desde el primer día del primer curso. Y las ganaron a la primera. Hoy deben ser profesores de instituto; no sé si son filósofos.
No obstante, tanto Aurelio como este reseñista han acabado en la docencia, a pesar de todo y seguramente a través de diferentes vías y dispares circunstancias vitales, pero imagino que en ambos se trata de algo contingente, una forma de poder subsistir y de ese modo poder crear, conscientes de que lo importante en la filosofía no es enseñarla sino activarla. Si Aurelio ha conseguido dar salida a sus inquietudes creativas a través de la novela, bienvenido sea a esta ciudadela.