Una vez al año, la familia viaja a París. Y allí se regodean en su cultura, en su educación, en su vida literaria. Los padres sienten que pertenecen a ese lugar y a esa clase privilegiada y olvidan su pasado de esclavitud, en aras de este nuevo modo de vida. Pero a la vez están traicionando a sus antepasados, creando un modo de vivir hueco y artificial, cosa que Maryse nota.
Nacida cuando la madre era ya mayor (tenía 43 años), Maryse crece con varios hermanos, pero la diferencia de edad hace esa brecha generacional insalvable. Su infancia se desarrolla de forma feliz, pero es a principios de la adolescencia cuando Maryse comprende que está encerrada con dos ancianos con los que no tiene nada en común y que se empeñan en amargarle la vida.
Corazón que ríe, corazón que llora (Editorial Impedimenta) narra con gran precisión y luminosidad el crecimiento de esa niña que jugaba en la calle y su transformación en adolescente. Narra también el juego de las apariencias, el miedo continuo al qué dirán, el desprecio al vecino, al que se considera vulgar y chabacano y ese querer ser y no poder que condiciona desde pequeña las relaciones de la protagonista con su entorno.
El título no puede ser más acertado, porque Maryse nos cuenta los hechos cotidianos de su infancia con color y alegría, pero también narra momentos muy duros que tiene que atravesar a lo largo de su vida. El lector se verá siempre en la cuerda floja, entre la carcajada y el llanto, acompañando a esa niña increíble a lo largo de su vida hasta verla convertida en una mujer adulta.
La traducción del francés es obra de Martha Asunción Alonso y ha sabido trasmitir muy bien toda la fuerza de los términos antillanos y de su frescura.