Hoy nos detenemos en un libro de gran eco en los últimos años, de Javier Fernández Aguado y José Aguilar, ambos miembros del Top Ten Management Spain, que lleva un sugerente tíutlo: La soledad del directivo. Además, el primero de los autores presenta el próximo lunes su último libro Roma: Escuela de Directivos (ver Invitación a Presentación).
La soledad del directivo recibió el Premio al mejor libro europeo de gestión otorgado por el Management International Forum de Gran Bretaña (2006), y aquí lo incluimos en el Top 250 de libros de empresa.
El tema merece la pena, ya que como se apunta, “la soledad no puede ser evitada por mucho equipo del que uno disponga. En cualquier caso, acudir a expertos, contrastar puntos de vista, reflexionar en compañía de otros, no sólo es conveniente, sino necesario e incluso imprescindible. Al final, con todo, cada uno ha de mirarse a sí mismo, y seleccionar la opción que considera acertada. Quien no es capaz de gestionar esa última soledad en la decisión de un puesto directivo, estará sometido a una presión añadida, y mostrará sus limitaciones como gobernante”.
La soledad del directivo, que está dividido en cinco capítulos, comienza con una introducción histórica para centrar el tema, tomando como ejemplo a Ricardo II, rey de Inglaterra durante veintidós años que acabó destronado en el año 1400 en Pontefract (Yorkshire). Dos siglos más tarde, el monarca daría nombre a una tragedia shakesperiana de la que se pueden extraer algunas lecciones de interés para entender la caída del rey inglés, que son de gran utilidad en el ámbito mercantil. Entre otras: los peligros del ascenso temprano al poder –diez años tenía el monarca cuanto accedió al trono–, el ansia de revancha, la ambición desmedida, el exceso de orgullo o el culto de aduladores. Respecto a esta última cuestión, se dice: “Los malos gobernantes suelen despedir a quienes se atreven a decir verdades, y alientan por el contrario a la manada de zalameros que los ensalzan”.
En la segunda parte se hace una clara distinción entre lo que es “mandar” y lo que es “gobernar”; entre lo que es “imponer” y lo que es “dirigir”; entre lo que es “jefear” y lo que es “liderar”; en definitiva, entre lo que los romanos calificaban como “potestas” –el poder derivado de la ocupación fáctica de un cargo– y lo que calificaban como “auctoritas” –el poder que confieren las personas más allá del puesto que se ocupe–.
En estas líneas se hace referencia expresa a un autor imprescindible, Erasmo de Rótterdam (1446-1536) y a algunas de las reflexiones de su obra La temprana educación liberal, como la importancia del ejemplo en la actividad directiva: “Ojalá, en la actualidad, no fueran vistos algunos a los que, si les quitaras el ornato real, desnudaras de los bienes que vienen de fuera y devolvieras a su propia piel, no encontrarías nada, excepto un distinguido jugador, un invicto bebedor, un cruel conquistador de la castidad, un taimadísmo impostor, un insaciable saqueador, un hombre cargado de prejuicios, sacrilegios, perfidias y toda clase de fechorías”.
Esta segunda parte se completa con un recorrido por algunas aportaciones históricas interesantes desde la época de la Revolución Industrial hasta nuestros días, para finalizar con un apartado dedicado a la “gestión del error” como pieza irrenunciable de la labor directiva: “Cuando éstos no surgen en el devenir de las organizaciones, algo malo está ocurriendo, porque gobernar, entre otras cosas, es aprender de las equivocaciones cometidas por personas que desean mejorar la organización y sus procesos”. Rectificar no es un síntoma de debilidad –como algunos directivos creen– sino una muestra de capacidad de aprender y grandeza humana. Una de las prácticas que más hilaridad causan en los empleados es la incapacidad del ejecutivo para asumir errores propios.
En el tercer capítulo, el texto centra sus esfuerzos en el valor de “dirigir” y en algunos aspectos de notable interés en la dirección de empresas: la obsesión desmedida por el poder, la importancia de la lealtad, la búsqueda de los mejores, la gestión de la prudencia, el acierto en las decisiones, los enemigos de las decisiones correctas, o el momento de la decisión.
Nos detenemos aquí en dos de estas cuestiones especialmente destacables. La primera de ellas tiene que ver con la obsesión por la “potestas”, ese afán desmedido de notoriedad que suele conducir al directivo y a la organización que él gobierna hacia el despeñadero. Javier Fernández Aguado y José Aguilar reflexionan sobre este tema: “Es preciso distinguir entre la sana ambición de llegar a ocupar puestos de mayor relevancia en una organización, de esa patológica ceguera –propia muchas veces de los más ineptos– empeñados en ocupar puestos de responsabilidad para los que no se tiene la preparación suficiente”. Generalmente, este deseo inmoderado de alcanzar cotas elevadas suele darse entre los más imberbes, lo cual es aún más preocupante: “No es infrecuente que algunos asciendan a base de no pesar, que muchas veces va unido a no pensar. Aunque la obsesión por el ascenso puede plantearse en todas las edades, suele ser más frecuentes en quien no tiene la preparación ni la experiencia adecuada: en los más jóvenes”.
Hay que evitar que gente demasiado joven llegue arriba demasiado rápido. Conviene empezar desde abajo e intentar pasar en la medida de lo posible por todos los escalones jerárquicos para experimentar y sufrir lo que sucede en cada uno de ellos –temores, inseguridades, dudas...–, porque cuando no ocurre así, el directivo adolece de la sensibilidad necesaria para ocupar puestos de gobierno. No hay que olvidar que manda mejor quien antes ha aprendido a obedecer.
Especialmente relevante es también la sección que se refiere a la búsqueda de los mejores. La selección es el punto de partida de las entidades que triunfan. Uno vale en gran medida lo que vale la gente de la que se rodea. Reclutar “mediocres” es una tentación grande a fin de no verse eclipsado por los subordinados, pero un tremendo error si uno llega a sucumbir a sus encantos: “Casi siempre basta conocer las personas que el directivo ha seleccionado como colaboradores directos, para concluir cuál es su modo de gobernar (…). Quien se empeña en rodearse de mediocres es habitualmente un ramplón sin confianza en sus propias capacidades (…). De este modo, desdichadamente, se multiplican organizaciones de poca ambición, donde la máxima aspiración es permanecer en el puesto”.
El objetivo estriba en hacerse grande haciendo grande a los demás, o como les gusta advertir a Javier Fernández Aguado y José Aguilar parafraseando a Isaac Newton, “si consigo ver más lejos es porque he conseguido auparme a hombros de gigantes”. Fallar en la selección, consciente o inconscientemente, es el primer paso para que el barco de la organización se vaya a pique.
El directivo debe ser consciente de que no puede saberlo todo de todo, y ser humilde para suplir sus “debilidades” con las “fortalezas” de otros miembros de la organización. Tampoco hay que confundir “experiencia” con “infalibilidad”. La primera, que es “virtud”, engendra su “vicio”, la segunda, cuando no se domestica correctamente. Por otro lado, fiarse incondicionalmente del bagaje pasado no es lo más prudente en tiempos de rápidas transformaciones. En el momento presente, no basta saberse respuestas de memoria porque rápidamente cambian las preguntas. Jean Paul Getty (1892-1976) lo expresaba así: In times of rapid change, experience could be your worst enemy.
En la cuarta parte, este experto entra a fondo en lo que es el tema central del libro: la soledad. Aristóteles afirmaba que “el hombre solitario o es una bestia o es un dios”; por ello, siguiendo al Estagirita, quien señalaba que la virtud es el término medio entre dos extremos, hace una clara distinción entre lo que denomina la soledad “necesaria” y la soledad del “endosiado”.
Mientras el primer tipo es “saludable”, propio de aquél que sabe tomar distancia cada cierto tiempo y apartarse de la realidad para reflexionar y contemplar las cosas con más perspectiva, el segundo es fruto de un déficit de seguridad en uno mismo, que busca suplir las carencias en un campo con los éxitos en otro.
La soledad “buena”, señala el libro, “permite la reflexión sobre lo conseguido hasta el momento, tanto por la organización como por nosotros mismos (…). Si no se reflexiona sobre las cuestiones, al final sólo se es responsable de una manera superficial (…). Uno de los mejores modos de no llegar nunca a conocernos es poner la responsabilidad en todos sitios menos en nosotros mismos (…). Sin una soledad reflexiva todo sería imposible”.
La soledad “mala”, por el contrario, procede en no pocas ocasiones “de los comportamientos claramente equivocados del directivo. No es que esté solo, sino que ha provocado que las personas con quien trabaja se alejen. Un tipo de endiosamiento que suele concretarse en lo que podría denominarse el directivo–mentiroso”.
Como todo proceso de cambio exige no sólo un “diagnóstico”, sino algunas indicaciones de “curación”, en la quinta y última parte, Javier Fernández Aguado y José Aguilar describen algunos remedios contra la “soledad aislante”. El primero de ellos es la amistad. Ahí es donde se puede encontrar el consejo desinteresado e incondicional que nos ayuda a mantener los pies en el suelo y buscar el perfeccionamiento de la persona por sí misma con independencia de otros intereses o intenciones: “Entre las ventajas de la amistad se encuentra el hecho de que es la mejor herramienta para el cambio y la mejora personal. Los amigos nos mejoran al proponernos expectativas que nosotros ni nos atreveríamos a formular. Además, emplean la llave que les hemos prestado para entrar en nuestra intimidad y presentarnos planteamientos que no admitiríamos de ningún otro”.
Evadirse de los más cercanos acaba siendo una fuente de inestabilidad constante. Muchas patologías directivas (ver Reseña de Patologías en las Organizaciones) tienen su origen en carencias afectivas crónicas. Todos necesitamos esa madriguera que permita alejarnos de la fría realidad empresarial y recuperarnos de los desórdenes diarios: “Encontramos la raíz de la soledad más profunda del directivo en la renuncia expresa a los refugios afectivos a los que acudimos en otras circunstancias”.
Otra de las soluciones eficaces es el coaching. Acudir a alguien con perspectivas de miras proporciona objetividad y resta apasionamiento a los juicios: “El motivo de este fenómeno universal es que toda persona está ligada afectivamente a sí misma, y eso dificulta contemplarse con la imparcialidad precisa para tomar decisiones certeras”. Nos descubrimos con la intervención del otro. La alternativa del coaching más que una “posibilidad” es una imperiosa “necesidad” si uno aspira a ocupar puestos de gobierno. El hombre no nace completo. Parte de su ser ya está hecho, pero un amplio margen queda por delante para realizarse. Se es y se hace. En este último punto el coaching tiene mucho que decir, ya que destapa inseguridades, las objetiva, y les intenta dar una solución a través de directrices interesantes que permitan desplegar la potencialidad de cada persona. Para que este proceso funcione es fundamental que el coachee se abra; sólo es posible hacer coaching con la autorización del coachee. Confianza y sinceridad son dos parámetros básicos de esta relación. Luego, absoluta confidencialidad por parte del coach.
En resumen, La soledad del directivo es un libro profundo que ayuda a tomar conciencia de una realidad inevitable en la administración de empresas y en el gobierno de nuestra propia existencia, que si bien gestionada puede ser de enorme utilidad, su descuido es un manantial permanente de desdichas: “Casi siempre, la soledad es fruto de una previa ignorancia antropológica que la parafernalia de ciertos puestos oculta durante meses y a veces años”. La razón la explican los autores: “La traba fundamental se encuentra en que no han sabido formar a sus colaboradores: se han fijado tal vez en las rodillas (…) sin calar en la voluntad e inteligencia de quienes deberían haber contado, y no sólo para cumplir las instrucciones que él dictaba”.
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