Reseña del libro "La marcha Radetzky" de Joseph Roth

Por Garatxa @garatxa
"Todos los hechos históricos -decía el notario- se redactan de forma especial para los libros de lecturas en la escuela. Y en mi opinión está bien así. Los niños necesitan ejemplos que puedan comprender y que se les queden grabados. La verdad exacta, ya la sabrán más adelante".
Estamos en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el emperador del Imperio Austro-Húngaro, Francisco José I, le responde con esa frase al capitán de su ejército, Joseph Trotta, quien le había salvado la vida en pleno combate en la batalla de Solferino. Trotta se encuentra con que en un libro de escuela se exagera sobre su acción de forma descarada. Quizá se debiera a que en dicha batalla el ejército de Napoléon III le infligió una dura derrota empezando así a marcarse el declive de su imperio, algo que podía y debía ser explicado desde la heroicidad por múltiples medios propagandísticos, y es que todo vale con tal de salvar al Imperio cuya decadencia empieza a ser más que evidente.

En el cementerio parisino de Thiais, hay una tumba con una frase en francés que dice “Escritor austriaco muerto en París”. Con nada más que unas pocas flores en el típico macetero, es sobria y fría, como todas las lápidas, en mi opinión. En ella está enterrado Joseph Roth (1894-1939), considerado uno de los mejores escritores del siglo XX. Vivió 44 años y murió alcoholizado, en medio de una completa desidia y desazón.
Roth era de familia judía, y su infancia y adolescencia, tan importantes en la formación de cualquier persona, están sumidas en la más absoluta oscuridad. Acabó sus estudios de Literatura y Filosofía en Viena, y luego se enroló en el ejército austríaco para combatir en la Primera Guerra Mundial. La caída del Imperio Austro-Húngaro supuso para él la pérdida de su patria y se convirtió en un vagabundo desarraigado: vivió en Viena, Berlín, Ámsterdam y París. En 1932 publicó "La marcha Radetzky", su obra más conocida, y que le proporcionó cierta fama como escritor en una época de penurias. Pero volvamos a la familia Trotta.
"Él era un descendiente. Desde que había ingresado en el regimiento se sentía nieto de su abuelo, pero no hijo de su padre; era, en realidad, el hijo de su sorprendente abuelo".

Así es como describe Roth a Carl Joseph Trotta, uno de los protagonistas del libro, que transcurre en torno a tres generaciones de varones Trotta von Sipolje. El primero de ellos, Joseph Trotta, tras salvar de forma casual la vida del emperador Francisco José I, es ascendido por éste al rango de capitán, que además le condecora, le da una buena recompensa económica y le nombra Barón Von Sipolje, en referencia a la localidad eslovena en la que había nacido. No es casualidad que el protagonista detonante de la historia narrada en el libro se llame Joseph, es una necesidad que tiene el propio autor de formar parte de ella ante la nostalgia que le produce el esplendor de aquella época de los Habsburgo que desembocó más tarde en la Primera Guerra Mundial.
Tras estos hechos decide retirarse, pero antes impide que su hijo Franz, nuestro segundo protagonista, se haga soldado, con lo que opta por convertirse en funcionario. Desde su puesto de jefe de distrito Franz puede ver así satisfecha de alguna manera su evidente necesidad de servir al Imperio con obediencia y rigor militares. Y así llegamos hasta Carl Joseph Trotta, nuestro tercer protagonista (aunque para mí no es el principal), el nieto del héroe de Solferino que, por deseo de su padre, es un militar de cierto prestigio que cada verano, con la llegada de las vacaciones, regresa al hogar paterno entre los acordes de "La marcha Radetzky", el himno no oficial de Austria que cierra cada año el Concierto de Año Nuevo de Viena. En cada encuentro padre e hijo llevan a cabo el mismo ritual: el padre pasa revista de las actividades realizadas por su hijo, pasean brevemente y conversan. Carl Joseph es soldado muy a su pesar y no se lo puede decir a su padre, pero es igual, el padre lo sabe, es consciente en su interior de que su hijo lo acepta porque es un buen y obediente hijo. Todo ello es producto de la pesada carga que supone ser nieto del héroe de Solferino, así que continúa con su infeliz vida cuesta abajo. Y es que en el ejército las órdenes se cumplen, no se cuestionan, y la relación con su padre es marcial.

Hay algo que Carl Joseph no puede evitar: su propia naturaleza. Se descarría por debilidad, no piensa las cosas antes de hacerlas, se mete en líos de faldas, contrae deudas de juego y casi consigue que le expulsen del ejército, pero le salva su padre, que no duda ni un instante en acudir al mismísimo emperador para que le ayude. El emperador, todo un personaje magníficamente reflejado, es consciente del crepúsculo imperial que se avecina y, sin embargo, gestiona la situación con grandeza. Si se trata de un Trotta, hay que actuar y salvarle de inmediato, porque el Imperio es la única forma en que pueden convivir múltiples naciones, y Roth, al escribir, está pensando en los judíos.
"Los tiempos quieren crearse ahora Estados nacionales. Ya no se cree en Dios. La nueva religión es el nacionalismo. Los pueblos ya no van a la iglesia. Van a las asociaciones nacionalistas. La monarquía, nuestra monarquía, se basa en la religiosidad, en la creencia de que los Habsburgo fueron escogidos por la gracia de Dios para reinar sobre tales y tales pueblos, muchos pueblos de la cristiandad. Nuestro emperador es el hermano del Papa en el siglo, es Su Real e Imperial Apostólica Majestad, y nadie más sino él: apostólico. Y ninguna majestad en Europa depende tanto de la gracia de Dios. El emperador de Alemania seguirá gobernando aun cuando Dios le abandone; reinará si es necesario por la gracia de la nación. El emperador de Austria-Hungría no se puede permitir que Dios le abandone. Pero ahora Dios le ha abandonado".

Tras su regreso a la normalidad, Carl Joseph muere en la I Gran Guerra de manera poco ilustre. A Franz, su padre, todo le va tan mal como al Imperio: su hijo ha muerto, la guerra es un fracaso, y el emperador fallece. Así que él muere también simbolizando el final de una época, la del Antiguo Régimen del Imperio Austro-Húngaro, una época que no fue cualquier cosa: de aquel caldo de cultivo vienés surgieron pensadores como Husserl, Witgenstein, Freud o Popper, historiadores como Hobsbawn y Gombrich, pintores como Gustav Klimt, músicos como Mahler, y escritores como Kraus, Zweig y Broch. Además, el posterior exilio vio nacer a cineastas como Fritz Lang, Billy Wilder u Otto Preminger. Muchos de estos intelectuales eran judíos y desempeñaron un papel importante en la formación de los cimientos de nuestra modernidad.

La marcha Radetzky tiene una interesante cantidad de páginas y eso suele preocupar de antemano a muchos lectores, pero no teman, nada de eso ocurre con este libro. Está escrito en una prosa sobria, contundente, llana, austera diría yo, no hay ni un adorno o concesión literaria poética, incluso hay partes que pueden transmitir la sensación de que no ocurre nada reseñable y que te las podrías saltar. Pero Roth transmite de forma magistral una mezcla inexplicable de nostalgia y tristeza, tiene una capacidad increíble para entrelazar un hecho histórico con una percepción psicológica en sus personajes: al final uno siente que acaba de ver la decadencia de toda una época. Curiosamente también tiñe de humor ciertas situaciones, lo que hace la novela sea algo entrañable desde el principio.
Hay un párrafo en el capítulo diez que a mí me tiene enamorado:
"El jefe de distrito, personalmente, jamás había estado enfermo. Cuando uno se ponía enfermo lo que tenía que hacer era morirse. La enfermedad no era sino un intento de la naturaleza para acostumbrar al hombre a la muerte".

¿No es realmente sublime? A mí, francamente, me lo parece.
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