RESEÑA: Estudios de lo salvaje.

Publicado el 26 marzo 2019 por Jimenada
ESTUDIOS DE LO SALVAJE
Título: Estudios de lo salvaje.
Autora: Barbara Baynton (Scone, Australia 1857 - Melbourne, Australia 1929) No obstante, ella siempre sostuvo que había nacido cinco años después, en 1862, y no fue este el único dato biográfico que falsearía. Hasta sus nietos creyeron que había sido la hija ilegítima de dos irlandeses que se enamoraron en el barco que los llevaba a Australia, cuyos nombres eran distintos a los de sus verdaderos progenitores. También cambió la profesión de su padre e hizo que pasara de carpintero a terrateniente. Esta ficción se gestó cuando Baynton se trasladó a Sídney después de que su primer marido la abandonara con tres hijos a su cargo. En 1890, al día siguiente de haber obtenido el divorcio, se casó con su segundo marido, Thomas Baynton, con quien empezó una nueva vida. Su ascenso social fue inmediato, y pronto algunos de sus relatos comenzaron a ver la luz en la revista The Bulletin. Seis de ellos se reunirían en la antología Estudios de lo salvaje, publicada en Londres en 1902, en Gerald Duckworth and Company, después de que varios editores australianos la rechazaran por sus descripciones poco benévolas de las regiones del interior del país. No hay en sus textos el más mínimo rastro de orgullo nacional, como tampoco esa exaltación romántica por la vida de los habitantes de las zonas más despobladas, que empapaba la literatura australiana predominante en la década de 1890. Su segundo marido murió en 1904, y ella comenzó a invertir en bolsa y en antigüedades, lo que derivaría en una pasión por el mundo de las joyas que persistió hasta su muerte. Publicó Human Toll, su única novela, en 1907, y en 1917 vio la luz Cobbers, una nueva antología de relatos que añadía dos a los ya recogidos en Estudios de lo salvaje. Durante la Primera Guerra Mundial vivió en Inglaterra, y en 1921 se casó con su tercer marido, el barón Headley. A pesar de la brevedad de su producción literaria, la visión personalísima de Barbara Baynton ha sido reconocida como una de las más significativas de la creación literaria australiana. Murió en Melbourne, el 28 de mayo de 1929.

Editorial: Impedimenta.
Idioma: inglés.
Traductora: Pilar Adón.
Sinopsis: Una joven embarazada baja de un tren en una estación desierta para recorrer un camino inhóspito y salvaje. Una mujer se enfrenta a la soledad de su cabaña después de talar un árbol y ser derribada por una de las ramas, que la deja inmovilizada. Una madre ha de abandonar su casa para defenderse del ataque de un hombre, y huye con su hijo atado al pecho. Los relatos de Barbara Baynton sitúan a sus protagonistas en el paisaje indómito de las regiones australianas del interior, lejos de las ciudades, y las somete al aislamiento y los rigores de un entorno feroz que las obliga a luchar por su propia supervivencia día tras día, con la única compañía de sus perros. No hay ayuda, no hay miradas afables ni compasión en la naturaleza inexplorada a la que llegan los personajes de Baynton. Su único recurso es el de la resistencia, la obstinación e incluso la ira.
Su lectura me ha parecido: intensa, agreste, estremecedora, desmitificadora, cruda, brutal, sin margen para el buenísimo o la complacencia... Hace unos años vi la que para mi es una de las películas más hermosas, hostiles y feministas de la historia (por encima de mi adoradísima Thelma y Louise): El piano. Llevaba un tiempo arrastrando las ganas de ponerme con ella, y cuando por fin pude hacerlo, aquella tarde gris y aguantando un catarro de mil demonios, mis ojos no pudieron despegarse de la pantalla. Empezando por esos primeros y memorables acordes que aún suenan en mi cabeza y finalizando por esa escena en la que la protagonista (una magistral y honesta Holly Hunter), aún atada a su amado piano, levita en la inmensidad del océano pacífico, cual alga mecida por las caprichosas mareas del fondo marino. Más impresionante fue lo que, a continuación, sucede después, pues a pesar de que aquel instrumento ha formado parte de su vida desde niña, comprende que merece más la pena nadar, ascender y subir a la superficie. Morir junto a los recuerdos o abrazar una nueva vida en esa primera bocanada de aire. Aunque, sin duda, a parte del carisma de Anna Paquin (tan tierna como despiadada) lo que de verdad se me quedó grabado en la memoria fue ese viaje, esa toma de tierra, ese desembarco en una tierra, Nueva Zelanda, cuya naturaleza parecía abrumadora. Y digo parecía, porque, en los siguientes quince minutos la percepción del espectador gira 180 grados. No todo es tan bello ni tan idílico, y menos para una madre y una hija del XIX. Las imágenes de ellas siendo levantadas por rudos y maleducados marineros para evitar que sus espectaculares vestidos (con corsé y aros de acero incluidos) se mojasen es impresionante. Nunca una película, en ese sentido, expresó tan bien la oposición de dos mundos tan opuestos pero que, sin embargo, en esta ocasión están condenados a soportarse. Barro, sudor, humedad, charcos, lluvia... Pero precedido de una maravillosa playa en la que Jane Campion nos regala las escenas más memorables del film. Algo parecido sentí cuando, hace unas semanas, me adentré en los hostiles relatos de Barbara Baynton, en los que el lector está en la obligación de luchar en contra de esa idílica concepción para arrojarse a una realidad, la de la Australia más rural, hermosa, sí, pero sumamente peligrosa. Estudios de lo salvaje: género y supervivencia.

La historia de como esta colección de cuentos llegó a mis manos y a mi idolatrada estantería es bien sencilla. Aunque para seros más sincera, lo cierto es que, a pesar de que jamás había oído hablar de Barbara Baynton (así como de tantas y tantas otras escritoras por desgracia), sí que me apasiona, desde el punto de vista de la escritura incluso, todas aquellas historias de ambientación rural. Si para mi, la playa es el entorno en el que en mi imaginario como escritora tienen lugar los acontecimientos próximos al descubrimiento y el paso de la adolescencia a la madurez, el campo representa eso y algo más. Y ese algo más tiene mucho que ver con el hecho de que el mundo rural siempre se ha considerado la cuna de la tradición, del retorno, de los recuerdos, del ocaso de nuestras vidas... Pero también pueden ser entornos en los que la asfixia, el rechazo o la soledad pueden adquirir protagonismo. Una de las primeras autoras que leí en ese sentido fue a Edna O´Brien, una autora irlandesa cuya producción literaria de marcado carácter autobiográfico está orientada a un discurso realmente crítico con el mundo rural, en este caso del de los pueblos irlandeses de principios de siglo XX. Cuando, por ejemplo, finalizas la lectura de Un lugar pagano el lector acaba generando sentimientos encontrados. Por un lado, encuentras en sus palabras una rabiosa crítica a toda esa tradición inamovible que durante años la protagonista (alter ego de la propia O´Brien) tiene que soportar. Sin embargo, por otro lado, no puedes evitar que la curiosidad invada tu mente, hasta el punto de desear hacer las maletas y planificar unas vacaciones de verano en la Irlanda más profunda. Estas contradicciones, totalmente humanas, sostienen gran parte del sentido y finalidad de la literatura. Así mismo, y aunque ya he repetido en más de una ocasión mi total desagrado, debo reconocer que la descripción que Emily Brontë hace al inicio de su única novela es de las mejores que he leído. Esas impresionantes y ya icónicas fincas (Cumbres Borrascosas y los Tordos) elevándose sobre unas praderas que, lejos de mostrar una verdosa luz, su sequedad pone en situación al lector. No estamos ante una novela romántica sin más, sino ante algo más agresivo, apasionado, frío, como el viento que sin duda creemos resbalar por nuestras mejillas mientras contemplamos dicho paisaje. No debo olvidarme, si mi explicación pretende ser sincera, de esa maravilla de Picnic en Hanging Rock. Misterio a raudales, un delicioso toque gótico al más puro estilo british, un paisaje que oscila entre la espectacularidad y lo terrorífico y una autora, Joan Lindsay, jugando constantemente con la ambigüedad de su trama (todavía hay quien cree que los sucesos acaecidos aquel San Valentín de 1900 son ciertos). Desde esas obras, entre otras muchas, he ido ampliando mis conocimientos, mi inspiración y mi biblioteca con sendos títulos. Estudios sobre lo salvaje fue, en ese sentido, una de mis últimas incorporaciones, pensando que su lectura podría arrojar un toque de amplitud, un nuevo punto de vista, una mirada de la que poder extraer todo lo que a mi como lectora y escritora me interesa. Tras su correspondiente degustación lectora, saqué en claro dos conclusiones: la primera, que el campo puede matar, y la segunda, que Joan Lindsay le debe a Barbara Baynton mucho más que el compartir nacionalidad.

Como ya he comentado en numerosas ocasiones, reseñar relatos siempre entraña una cierta complicación. Ya no sólo en lo que al mayor o menor número de historias se refiere, sino también a la variedad temática que éstos puedan encerrar. El estilo es el mismo: depurado, limpio, ágil, pero sobre todo, ausente de complacencia o autocensura. Los cuentos que el lector se encuentra en Estudios de lo salvaje, son precisamente eso, pequeñas capsulas, breves tesoros que describen una época y situaciones a las que, por su crudeza y violencia, las mujeres no desearían enfrentarse jamás. Y digo mujeres porque son ellas las absolutas protagonistas de cada uno de ellos. Sin embargo, esto no exime a que los hombres del temor a padecer alguna de estas historias, aunque sea en sus peores pesadillas. El miedo no entiende de género, así es y debería serlo. No obstante, el que Barbara Baynton haya decidido, conscientemente quiero pensar, que sean mujeres las que protagonicen estos relatos tan hostiles y cero edulcorados, nos debería hacer pensar. Estamos a principios de siglo XX, siglo en el que el movimiento sufragista comienza a cobrar importancia y a extenderse por numerosos países. No debemos de olvidar que en Australia las mujeres pueden ejercer su derecho a voto nada más y nada menos que desde 1092, dieciséis años antes que en Reino Unido, veintinueve años antes que en España o cuarenta y dos años antes que en Francia. De este modo, Australia se convirtió, junto con Nueva Zelanda (país que había logrado aprobar el sufragio universal femenino en 1893 gracias a la lucha de la sufragista Kate Sheppard), en uno de los países pioneros en este ámbito. Casualmente, en el mismo año que tiene lugar tan importante conquista social, Estudios de lo salvaje es publicado por la editorial inglesa Gerald Duckworth and Company. Todo eso tras el rechazo unánime de varios editores australianos al considerar que sus descripciones del Bush (el interior de Australia) distaban mucho de ser benévolas. Es cierto, sus descripciones de la Australia más rural no dejan lugar a dudas, pero, ¿y si no era eso lo que de verdad les molestaba a los editores? ¿Y si la razón por la que rechazaron publicar los relatos en su país natal responde más a una cuestión puramente machista? ¿Y si lo que les escama no es su opinión sobre el Bush sino que sean mujeres las que se enfrentan a las adversidades del mundo rural? El azar quiso poner, aquel glorioso 1902, a una autora Australiana en el mapa, escritora que, con el tiempo, logró convertirse en una de las más importantes y fundamentales de la literatura en un país situado en los confines del mundo. En el relato "La compañera de Squaker" (mi favorito y el más brutal) vemos a una mujer talando árboles y sufrir un accidente como consecuencia. En "Billy Skywonkie" son las aborígenes australianas las que hacen frente a la hostilidad del medio y a la los abusos por parte de los hombres. Y en "Una iglesia en la maleza" es la sociedad, en este caso una comunidad alejada de todo elemento utópico, la que oprime a la mujer. No menos interesante, a pesar de ser uno de los más flojos del volumen, es "Mano tullida", el único relato protagonizado por un hombre pero en el que, sin embargo, podemos hallar una desnudez total respecto a estereotipos masculinos al conferirle a su personaje de un sentimiento de temor frente a lo desconocido. Mujeres que luchan contra las fuerzas de la naturaleza (con mejor o peor suerte) y hombres con una doble psicología (la de la cara más despiadada del patriarcado por un lado y la emocional por otro, enterrada bajo capas y capas de educación sexista). Eso es lo que nos encontramos en la obra de Baynton, además de los pilares fundamentales de una tradición literaria tan sólida que sus ecos llegaron hasta la mismísima Joan Lindsay. De hecho, Picnic en Hanging Rock podría considerarse, salvando las distancias, como la perfecta heredera de Estudios de lo salvaje al recoger y hacer propios esa imagen tan desmitificadora del campo con ese delicioso toque gótico que bien podemos apreciar en su relato "La soñadora", justo el que abre la presente edición. Como acabáis de comprobar, las distancias temporales son salvables en el momento en el que alguien consigue, con sus escritos, remover la conciencia de quien tiene abiertas las puertas al conocimiento y a la inspiración.  
Reconozco que a la hora de ponerme a escribir este párrafo estuve a punto de centrarlo en hablar de su autora, de Barbara Baynton, cuya biografía es del todo desconcertante (su afición a falsear algunos datos de su pasado me dejó bastante perpleja). Sin embargo, y teniendo en cuenta algunas de las principales reflexiones que se agolparon en mi cabeza tras finalizar su lectura, me centraré en algo más importante, en hablar de la vida en el campo. Todas y todos tenemos en mente una imagen bastante idealizada de lo que es una jornada en el mundo rural. En parte, por culpa del turismo y esa visión tan bucólica que siempre nos han tratado de vender, porque sí, al final todo se reduce pura y exclusivamente a términos capitalistas. Cada vez que un pueblo sale por la tele, automáticamente destacamos las virtudes de vivir en el campo (aire puro, lejos del ajetreo, menos preocupaciones...), las cuales, por supuesto, son totalmente imaginadas. Incluso el turismo rural, cuya demanda ha ido creciendo de un tiempo a esta parte en adeptos, no se aproxima ni en sueños a la verdadera vida en el campo. Esta muy bien, eso no lo niego, alquilar una casa rural en ese pueblo perdido en medio de los Pirineos oscenses o en esa semi deshabitada aldea perdida entre campos de Castilla. Claro que es precioso. Sin embargo, tanto quien consume ese tipo de turismo debería ser consciente de que, en temporada baja, los pueblos son auténticos desiertos demográficos, así como lugares en los que la vida no es tan fácil. La falta de recursos (incluyendo en ocasiones los sanitarios), sumado a la ausencia de lugares de entretenimiento al uso (como por ejemplo un simple cine), las inclemencias meteorológicas que padecen algunos de ellos (sobre todo en el frío y largo invierno), las escasas conexiones, su geografía, su orografía, así como sus particularidades propias hacen de estos lugares entornos menos atractivos para aquellos que conciben el mundo rural como el paraíso. Por no hablar, por supuesto, del trabajo, que en muchas ocasiones está enfocado al trabajo de la tierra. En una época en la que se ha puesto de moda tener pequeños huertos urbanos en los balcones y en los barrios de las grandes ciudades en un intento por ser más ecologistas, a veces se nos olvida que, si no fuera por todos esos agricultores que trabajan de sol a sol labrando y sembrando la tierra, hoy no tendríamos ni frutas ni verduras en los supermercados. Pero más allá de esa estampa bucólica en la que las granjas se nos presentan como algo parecido a un parque de atracciones donde los animales campan a sus anchas, de lo que deberíamos estar hablando es de el papel de las mujeres en el mundo rural. Una figura que afortunadamente con el paso del tiempo ha pasado de ser esa figura invisible a reconocerse y a ampararse en asociaciones en favor de sus derechos dentro del sector primario. Quien conozca este mundo, en especial desde esa literatura rural tan popular en los últimos tiempos, se habrá dado cuenta de que éste relato es sesgado, ya que narra los acontecimientos o su realidad desde una perspectiva masculina cuando, en realidad, deberíamos estar hablando de más realidades. Pues, ¿no es igual de interesante lo que una campesina, una agricultora, una ganadera o una pastora nos puedan contar sobre su vida en el campo? Barbara Baynton no sólo fundó una corriente literaria cuya influencia en Australia es notable, sino que además, nos desmonta dos patrones. En primer lugar, al dibujar un paisaje del Bush más realista, lejos de esa lírica patriótica tan en boga en su época. Y en segundo lugar, al preferir que sea la mujer y no el hombre el que haga frente a la bestia, que no es otra que la propia naturaleza. Estudios de lo salvaje: seis historias de veracidad, tensión, hostilidad, paisajes perversos, violencia... Seis relatos de lo salvaje, pero también de destreza.
Frases o párrafos favoritos:
"La mujer llevaba la bolsa con el hacha, el mazo y las cuñas; el hombre, el cazo y las bolsas limpias de comida. La sierra la llevaban entre los dos, de modo que parecía que caminaban unidos por ella. La mujer era más alta que el hombre, y la firmeza de su cuerpo, tan distinto del que él, que caminaba con flojera, arrastrando los pies y dejando caer los hombros, hacía que la diferencia entre ambos resultara más evidente. Los hombres la llamaban "la compañera del Squeaker", y todos parecían estar de acuerdo en que no había mejor camarada de pelo largo con unas enaguas puestas. Las mujeres de los colonos agrícolas habían intentado retarla a que se pusiera unas ropas más femeninas, pero la compañera del Squeaker no les hizo ni caso, si es que llegó a escuchar siquiera lo que querían."
Película/Canción: como no podía ser de otra manera, y a pesar de que su trama nada tiene que ver a priori con Estudios de lo salvaje, me gustaría adjuntaros la pieza de BSO que me ha acompañado durante la redacción de la presente reseña. La de mi película favorita por cierto.

¡Un saludo y a seguir leyendo!
Cortesía de Impedimenta