Sin embargo El Discurso del Rey es una película llena de encantos que residen en la flema británica embadurnada de excentricidad que envuelve a la película, y en todo el reparto, encabezado por el oscarizado todoterreno Colin Firth, que dan un recital interpretativo. En versión original, claro. Por mucho que a uno le huela a cuerno quemado el fondo de la película, la forma es deslumbrante. Está impecablemente filmada. La fotografía, los paisajes, la música, las interpretaciones, el finísimo sentido del humor del guión (sí, con tilde), todo juega a favor de que el espectador se deje llevar por la trama.
El tema es interesante más allá de los personajes. Es una historia de esfuerzo, de superación personal que demuestra que hasta en una familia con sangre de pez puede haber emociones, dudas e inseguridades. Y más cuando sobre una nación se cierne una amenaza tal que lo que necesita en ese momento es que el rey pronuncie un discurso crucial que proporcione confianza y estabilidad. Es la sublimación del poder de la palabra, algo que personalmente siempre me ha fascinado y en lo que siempre he creído.
La cosa es, si esta fuera la peripecia de un camarero tartamudo incapaz de recitar el menú, ¿nos interesaría igual? Porque lo que realmente importa en la película no es la prueba a la que se va a ver sometido todo un pueblo, sino la pequeña victoria de un hombre sobre sus limitaciones físicas. Qué cercanos nos hace El Discurso del Rey a la familia real británica. Jorge VI sale del paso como un rey del pueblo, con lo chungos que parecen ahora sus descendientes. Cómo mola. Pero el nuestro mola más, tan campechano con su kilo y medio de lengua extra. Eso sí, la peli es bonita, claro, y hasta emocionante. Así nos las cuelan todas.
Fran G. Lara