Reseñas cine: 'El ilusionista'

Por Juancarbar

A poco que uno se lo plantee, comprenderá que el cine es, en esencia, un truco de ilusionismo. Cuadros estáticos que se suceden a tal velocidad que el ojo humano no es capaz de identificar el salto entre unos y otros, llegando a la conclusión errónea de que esas imágenes se mueven. Es la persistencia retiniana, una característica fisiológica innata, la que hace posible el embuste. En lo que respecta al cine de imagen real, el proceso de captura de estas imágenes se ha convertido en una ciencia que emplea como principal herramienta la fotografía. Son la cámara y el proyector quienes llevan a cabo el truco. El cine de animación se basa en la misma mecánica: ¿quién no ha dibujado monigotes en poses ligeramente diferentes en las esquinas de las distintas páginas de un bloc para poder luego pasarlas a toda velocidad y así tener la impresión de que esos esquemáticos personajes, en efecto, se mueven? Sin embargo, las imágenes de una pieza animada no son tomadas de un mundo preexistente. No hay truco fotográfico porque no hay fotografía. Los fotogramas no están captados de la realidad: son creados desde cero. No hay conejo en la manga. El conejo existe sólo desde el momento en que el público lo ve, pero no antes. Y a eso se le llama magia.

Sylvain Chomet es un mago. Realizó en 2003 un primer largo titulado “Bienvenidos a Belleville”, candidato al Oscar a mejor largometraje animado de aquel año, y participó en 2006 en la cinta de autoría compartida “Paris, je t’aime”, dirigiendo el fragmento “Tour Eiffel”. En 2010 estrenó en Francia “El ilusionista”, película que llega ahora a nuestro país con un considerable retraso, sobre todo si tenemos en cuenta que también compitió en su momento en la carrera por la estatuilla dorada (siendo barrida, al igual que la estupenda “Cómo entrenar a tu dragón”, por una “Toy Story 3” que sencillamente no tenía rival).

Para “El ilusionista”, Chomet contó con un viejo guión escrito por el actor y director Jacques Tati: la historia de un solitario prestidigitador llamado Tatischeff (apellido real de Tati) que sobrevive aceptando espectáculos mal pagados allí donde se le presenta la ocasión de hacer un bolo. Perdido el favor de un público más interesado en la emergente música rock, el ilusionista recala en un remoto pueblo costero escocés donde conocerá a la joven Alice. Impresionada por los trucos de Tatischeff, que ella cree reales, la muchacha decidirá acompañarlo en su viaje a Edimburgo, donde ambos deberán afrontar la realidad de un mundo moderno para el que ninguno de los dos está preparado.

Siendo una cinta prácticamente muda, resulta pasmoso comprobar cómo Tati y Chomet son perfectamente capaces de desarrollar con inaudita facilidad una narración tan emocionalmente compleja como la que “El ilusionista” propone al espectador. No es ésta, desde luego, una película para el público infantil. No porque incluya escenas violentas o sexuales, pues la cinta está totalmente desprovista de malicia, sino porque la reflexión que plantea requiere de una considerable madurez para su buena digestión. Y, sobre todo, porque es una película que transpira un entrañable patetismo y una honda tristeza incluso en sus momentos más divertidos.

La primera media hora del film es maravillosa. La presentación de Tatischeff y del mundillo de la farándula que lo rodea contiene momentos descacharrantes e impacta además por la expresividad de los personajes y la gran calidad de la animación. Es tras la llegada de los protagonistas a la capital escocesa donde se produce un pequeño bajón en la intensidad del relato, tal vez porque la cinta necesita ahondar en el factor psicológico minimizando la cantidad de gags visuales y cargando las tintas en la relación entre el viejo ilusionista y su joven amiga. Sin embargo, este pequeño bache se perdona sin dificultad gracias a una resolución que derrocha sabiduría audiovisual y una humanidad desarmante.

Probablemente la carrera comercial de “El ilusionista” en las salas españolas sea breve. El público prototípico de las multisalas la considerará una rareza francesa de animación tradicional (en un momento en que lo tridimensional está más de moda que nunca) y se resistirá a darle una oportunidad (más aún teniendo a su disposición joyas como “Los tres mosqueteros”, “Larry Crowne, nunca es tarde” o “Con derecho a roce”); los padres preferirán llevar a sus retoños a disfrutar de títulos más adecuados para la edad infantil como “Los pitufos” o “Phineas y Ferb: a través de la segunda dimensión”, y a estas alturas el espectador realmente interesado en la obra de Chomet probablemente ya la habrá disfrutado por vías (digamos) irregulares. Ése es el precio que pagan las distribuidoras al estrenar una película con más un año de diferencia respecto a su país de origen.

Total, que la maldición de Tatischeff perseguirá a “El ilusionista” también en su andadura por el circuito cinematográfico español: la magia existe, pero las personas han dejado de apreciarla.

 (“El ilusionista” se estrena en los cines de España el próximo 7 de octubre.)