Cuando la luz se apagó las historias dejaron de importar. Quiénes éramos, de dónde veníamos… Nada tenía ningún sentido en aquella sala. Desde donde me encontraba podía escuchar las respiraciones nerviosas de los desgraciados que me acompañaban, podía notar el olor del sudor que corría sus cuellos por culpa de los nervios, podía sentir cómo sus corazones pugnaban por salírseles del pecho, acongojados ante la perspectiva de una muerte que no tardaría en aparecer.
Era mi momento favorito, mi instante de placer, el culmen de mi obra de arte, la razón por la que me levantaba cada mañana y sonreía al Sol dispuesto a entregarle un nuevo tributo a cambio de la vida eterna. Aunque si os soy sincero había mucho más. Vivir para siempre es un tesoro, pero no sé si me lo proporcionaba aquel pacto maldito con un Dios ancestral o el orgasmo que alcanzaban mis sentidos cuando la piel de una de mis víctimas se resquebrajaba al escapar su alma mientras gritaba aterrada pensando que todavía le quedaba alguna esperanza.
El plan era siempre el mismo. Primero les hacíamos sentir el terror de verse sin salida, el momento de desesperación en la que un alma se da cuenta de que su vida ha llegado al punto final, alimentando el miedo de sus compañeros de viaje eterno con sus gritos, expulsando hasta el más oscuro remordimiento por sus lágrimas, sufriendo hasta ese momento en el que aceptaban su destino, instante en el que el juego continuaba.
Entonces encendíamos un hilo de luz, abríamos ligeramente una ventana y dejábamos que el aire fresco inundase la habitación. El sentir la vida ajena les influiría esperanzas, salvación, una nueva oportunidad por seguir en ese mundo del que tanto se habían quejado, del que tanto habían blasfemado y al que nunca habían agradecido por haberles otorgado el milagro de la vida. Ahora era cuando lo querían, cuando estaban a punto de perderlo, cuando la perspectiva de una vida eterna en el infierno que se habían ganado no era atractiva y preferían posponer su inevitable sino hasta que sus corazones aguantasen.
Lo que no sabían era que ese día era hoy.
Cuando la avalancha humana alcanzó la puerta, cuando ya casi podían oler la salvación, cuando la cuerda de sus vidas volvió a tensarse antes de que una norna la cortase y tuvieran que realizar el viaje hasta Hades en la barca de Caronte, la luz desapareció, la sensación de penumbra volvió a invadir la sala y, por fin, me tocaba mostrarme.
La luz se hizo —es uno de mis momentos favoritos, para qué negarlo— y mi esquelético rostro apareció ante una muchedumbre que no pudo evitar que sus rostros se desencajasen al aumentar un miedo que pensaban que no podía ir más allá —vale, este momento en el que desean su propia muerte es aún mejor—.
—No me miréis así. Sé que no me ha dado tiempo a ponerme todo lo guapo que podría estar, pero a veces La Muerte tiene que aparecer sin avisar —dije fingiendo que me colocaba un flequillo imaginario—.
»Podéis quitar ya esos rostros de miedo. Sí. Hoy vais a morir, eso ya está escrito, hay una norna por ahí detrás en el departamento de asuntos internos de no sé qué Dios que ya está tramitando vuestros informes, así que es cuestión de tiempo que empecéis a caer como moscas —guardé silencio para hacer una pausa teatral, pero al ves que nadie decía nada tosí para disimular.
»Bueno, ¿por dónde iba? ¿Tenéis alguna pregunta acerca del más allá? ¡NOOOO! —grité mientras uno de los cuerpos de los doce presentes caía al suelo inerte—. ¡Siempre me pasa lo mismo! Le tengo dicho a la norna que me saque con tiempo para poder dar mi discurso y divertirme con vosotros, pero le gusta hacerse la cómica y cortaros el hilo mientras estoy aquí… Estas mujeres…, ni con la vida eterna las encontraré.
»¡Ah! Una mano levantada. La señorita joven del fondo, por favor, ¿qué desea?
La chica se levantó y se estiró la ropa. La verdad es que son una monada cuando se preocupan por su aspecto incluso momentos antes de perecer, como si luego en el más allá fuera a tener utilidad.
—Disculpe, ¿señora? —me molesta tanto que no sepan que La Muerte no es ni mujer ni hombre, sino un ser que va mucho más allá—, creo que se ha debido de equivocar. Tengo solo dieciocho años…
La escruté de arriba abajo y la verdad es que tenía razón, parecía sana. Todo sea dicho, durante tantos milenios de trabajo uno se ha encontrado de todo, desde niños hasta gente…
—Elisa, ¿verdad? —vi que asentía—. Verás, si el informe no está mal, tienes un cáncer terminal que hoy te va a secar por dentro. Son cosas que pasan, gajes del oficio de tener vida, ya sabes. Luego puedes ir a reclamar alguna deidad.
Me quedé estupefacto. Vi como cuatro más caían al suelo y golpeaban con sus cabezas sin vida la moqueta —mi moqueta, que no me la paga nadie—.
—¡Ya está bien! Pido doce, solo doce víctimas con las que jugar cada semana, ¿y así me tratan? ¿Después de ceder mi existencia por este trabajo? ¿De sacrificar mis horas de sueño por unas almas que a nadie le importan? ¿Por hacer horas extras cuando a los idiotas de los humanos les da por hacer guerras sin sentido? ¡No me da la gana! ¡Me prometieron doce víctimas!
Recorrí la estancia cabreado, tiré la guadaña al suelo y me acerqué a aquella joven, esa que me había preguntado y cuyo rostro denotaba que entendía lo que pasaba.
—Elisa, ¿tú me entiendes verdad? Tú eras joven y apasionada, tenías la intención de cambiar el mundo, unos ideales inmaculados —exclamé mientras elevaba las manos para denotar mi malestar—. ¡No me respetan! ¡Estoy harto! ¡Huelga, huelga, huelga!
Salí por la puerta camuflada tras el escenario y me dirigí a mi camerino. Sin embargo, cuando estaba a medio camino decidí virar mi rumbo. Cabrearme en mis aposentos no serviría de nada, no cambiaría la situación, así que me fui directo al departamento en el que mi querida amiga la norna se debía de estar partiendo de la risa a costa de mí.
Abrí la puerta de un portazo. Entré exclamando improperios, gritando a los cuatro vientos, nombrando a Dios para que se la llevase con él, pero ella ni se inmutó, simplemente se dio la vuelta y se fijó en mí, con
LEER MÁSCarmelo Beltrán
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