Por ello, la Iglesia nos regala cada año el tiempo de Cuaresma, en el que nos invita a la renovación, la conversión y la restauración de nuestra vida cristiana, no por un mero afán de perfeccionismo, sino por fidelidad al Señor que nos ha amado primero. Restáuranos, Señor, con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas. Esta es la oración con la que iniciaremos la Eucaristía y ésta debe ser nuestra petición al Señor a lo largo de esta semana. Efectivamente, Él es quien nos tiene que convertir y renovar por medio de su Misterio Pascual, que nos disponemos a celebrar; por medio de su Cruz, que como hoy nos dice san Pablo, es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pero la conversión no será posible sin nuestra colaboración, sin nuestra vuelta a la alianza que el Señor selló con nosotros el día de nuestro bautismo, como nos sugiere la primera lectura. A esa colaboración nos invita uno de los evangelios de este domingo con una imagen muy familiar: el agua, el agua viva que promete el Señor a la Samaritana junto al pozo de Jacob. ¿Qué es el agua viva de la que habla el Señor, que es un auténtico don de Dios, que calma absolutamente nuestra sed y que se convierte dentro de nosotros en un surtidor que salta hasta la vida eterna? La respuesta es muy sencilla: la gracia santificante, que nos transforma, nos diviniza, nos hace hijos del Padre, hermanos del Hijo y ungidos por el Espíritu, que nos fue merecida por Jesús en la Cruz y que Él entregó a la Iglesia para que nos la brinde y aplique a través de los sacramentos. Comprenderemos la importancia de la vida de la gracia si reflexionamos sobre la importancia del agua natural en la vida cotidiana. El agua es un elemento absolutamente imprescindible. Con ella nos lavamos y purificamos. Ella sacia nuestra sed. Con ella preparamos los alimentos. Ella fecunda y vivifica nuestros campos. Ella hace posible la vida de animales y plantas. Sin ella no existiría la vida. Si ella desapareciera de la faz de la tierra, las plantas, los animales y el hombre estaríamos abocados a la muerte. El agua es un auténtico tesoro. Pues bien, la misma importancia que tiene el agua en la vida natural, la tiene la gracia santificante. Sin ella, no hay vida en el orden sobrenatural. Ella es nuestra mayor riqueza. Más importante que el dinero, la salud, la belleza, los honores y todos los títulos que el hombre pueda reunir en este mundo. La gracia santificante es lo único necesario y decisivo. No faltan cristianos, sin embargo, que creen que lo son porque oyen misa los domingos o porque pertenecen a tal o cual hermandad, o porque llevan al cuello un escapulario de la Virgen. Y todo ello es importante.
Pero esto sólo no basta. Lo decisivo, el verdadero sello de identidad del cristiano, es vivir en gracia de Dios, lo único por lo que merece la pena luchar, vigilar, sufrir y hasta morir, como han hecho los santos. El Concilio Vaticano II nos dijo en la Constitución Lumen Gentium que es verdad que el cristiano que vive habitualmente en pecado mortal sigue siendo miembro de la Iglesia con tal de que no pierda la fe y la esperanza. Pero nos dice al mismo tiempo con santo Tomás de Aquino, que es un miembro imperfecto, un miembro aparente, como diría san Agustín. Está en la Iglesia físicamente, pero no con el corazón y desde luego no es miembro de la Iglesia con la misma intensidad y con la misma plenitud que aquel cristiano que vive habitualmente en gracia de Dios. Este sí que es un miembro pleno porque vive la vida propia de los hijos de Dios, lo que constituye de verdad el núcleo del misterio de la Iglesia. La liturgia de este domingo nos invita a valorar y estimar la vida de la gracia y a vivirla en plenitud; a luchar contra el pecado venial, que vela en nosotros la imagen de Dios; a luchar sobre todo contra el pecado mortal, que la destruye totalmente. Dios quiera que en esta Cuaresma renovemos en nosotros la gracia bautismal y restauremos de verdad nuestra vida cristiana.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla