Dice Conchita que ya no se ven servilletas sobre la barra. Ella lleva el bar al que me escapo los viernes para echarme un plato de carne de cabra, aunque está casi siempre encerrada en la cocina. Sigue haciendo la comida en los mismos calderos, como para un restaurante lleno a rebosar o una familia numerosa. Pero ahora todos los días le sobra. En las mesas no se ven migas, ni lamparones de salsa, sólo manchas de vino. “Ojalá tuviera que limpiar restos como antes”, se queja. Prepara la cabra como es debido, primero guisada tres o cuatro horas, luego asada y después servida con perejil picado finito por encima. “Tanto tiempo ahí dentro para nada”, dice. No sé si habla de ella misma o del animal. El mes que viene, si no cambia la cosa, cerrará la puerta para siempre.