Corazones ebrios
Miénteme. Di todo lo que ambos sabemos que no son más que jodidas mentiras. Haz que me lo crea. De todas formas, somos como dos estúpidas mechas que juegan a consumirse. Dos mechas que arden porque hay oxígeno. Dos mechas que se apagan, porque ya no queda nada que hacer arder.
Miénteme. Mírame a la cara. Hazlo despacio, para que crea que tu aburrimiento es en realidad cadencia. Clava tus ojos en los míos y dibuja una sonrisa perezosa. Una que haga que piense que eres tímido. Una que haga que piense que sabes lo que haces. Y miénteme. Miénteme, porque los dos nos lo merecemos. Desliza tu mirada hasta el suelo, como si pidieras permiso. Y miente. A fin de cuentas, es lo único que sabes hacer, ¿no? Mirarme a la cara. Y mentirme.
Debo reconocer una cosa. Tus mentiras siempre han sido preciosas. Elaboradas, precisas. Casi podría decir que son perfectas. Aquí viene el problema: tú no sabes que... yo sí sé cómo eres. Tú no lo sabes, porque crees que soy estúpida, ¿verdad? Confundes conformismo con ignorancia, aburrimiento con aceptación y, la peor de todas, cinismo con amor.
El amor es para los valientes, o al menos eso es lo que he pensado siempre. El amor, esa palabra tan grande que hace que te duela pronunciarla, esa que te parte en mil pedazos y te expone. No, nosotros jamás hablamos de amor. Jamás jugamos al amor. Porque tú no querías saber y yo, sencillamente, no tenía nada que decirte. Porque fuimos algo carente de sentido desde el primer momento. Porque tú no me querías. Porque yo no te quería.
Levanta la cabeza. Deja de mirar al suelo y dilo. Di la madre de todas las mentiras. Te prometo que, al menos durante unas horas, fingiré que me la creo. Puede que al final me la crea de verdad y entonces, sólo entonces, sienta que muero un poco. O puede que, y esto va a romperte, seas tú el que se lo crea, acabando con las rodillas hincadas en el suelo y los ojos llenos de lágrimas.
Cuéntame mentiras. Esas que hacen que sonría. Esas que hacen que crea que soy algo más que un número. Cuéntame esas mentiras. Esas que me hacen pensar que hay algo donde sé que no lo hay. Esas que me hablan de incoherencia. Esas que me hablan de redenciones.
Cuéntame mentiras. Qué sean preciosas. Creo que me las merezco. ¿Tú no? ¿No crees que, después de todo lo que ha pasado, me debes al menos eso? Renuncio al orgullo. Renuncio a la hipocresía. Renuncio a la valentía. Por unas mentiras. Qué sean pocas. Lo mucho aburre, dicen, y yo me lo creo.
¿Sabes? A veces pienso que podríamos rompernos. Hacernos añicos y dar la razón a todos aquellos que jamás creyeron que fuera a salir bien. Porque nadie lo creía, ¿sabes? Nadie pensaba que fuera a salir bien. Ni siquiera tú. Ni siquiera yo.
Y aquí estamos. Sentados el uno frente a la otra, con dos estúpidos cafés. Dos cafés que nos separan casi tanto como el abismo que ya existe entre nosotros. Tú sonríes. Lo haces despacio. Yo te miro. Lo hago con curiosidad. Y tú me mientes. Porque, a fin de cuentas, es lo único que tenemos, lo único con lo que las velas pueden seguir ardiendo. Con tus mentiras. Tus eternas mentiras.