Llegué al punto exacto donde el Sol se ponía. La Luna, juguetona, sonriente y complaciente acariciaba el cielo en su camino hasta las alturas. Algunos dirían que ambos astros se guiñaron los ojos para despedirse, pero yo no tenía ojos para nadie.
Aquel día, aquel atardecer solo era un niño en cuerpo de hombre que caminaba entre recuerdos hechos de rastros blancos. Cuando el mar tocó la octava campanada me senté en el asfalto, atraje las miradas, y cerré presto los oídos para que ninguno de esos pensamientos me distrajese de lo que había ido a hacer.
Saqué la tiza de mi bolsillo y me lancé contra el suelo. Dibujé de rodillas todos los garabatos que jamás había tenido talento para crear y plasmé instantes repletos de historia en cada uno de mis trazos, colocando a la vera de cada cual una pequeña historia que jamás se me olvidará.
Dicen que las palabras son eternas y por ello te plasmé donde fuimos, somos y seremos felices para siempre. Narré tu cuento hasta que me quemaron los dedos, la tiza se esfumó y la Luna se empeñó en no dejarme ver más. Quise contar hasta el último detalle, hasta la última gota de tu historia, de nuestro cuento, pero no tenía más tizas y por ello el relato quedó inconcluso.
Levanté la vista y me topé con sus miradas. Todos asintieron, todos sonrieron, todos los que antes me habían contemplado estupefactos, ahora tenían un pequeño trozo de tiza en la mano y sin hablar, sin escuchar, comenzaron a dibujar.
Les contemplé paralizado. Les agradecí en silencios todo lo que estaban haciendo y temblé de miedo por saber que nunca volverías, por entender que jamás podría contarte mis historias, por saber que nunca, nunca volverías a hacerme tu protagonista.
Caí de rodillas y el mundo se congeló. Alcé la mirada y no encontré a nadie, solos tú y yo, tú en mis recuerdos, en mis historias y mis bocetos, yo en medio de una calle vacía que ahora tenía tu memoria.
Traté de controlar la última lágrima, pero fue en vano. El hilo de mi tristeza se deslizó por la mejilla y se posó, suavemente, encima de la tuya.
Cuando el suelo brilló quise correr, cuando te izaste entre polvos blancos pensaba que dormía, pero cuando me agarraste la mano y me llevaste frente al mar supe que no había verdad más grande que esta.
Aquel abrazo fue un regalo, aquel instante fue una segunda oportunidad, aquel pequeño susurro en mi oído antes de adentrarte en las oscuras aguas fue más de lo que merecía y el silencio cuando volviste a desaparecer, lo más duro a lo que me tuve que enfrentar.
Solo cuando el agua arrastró la pequeña chapina que guardábamos desde hace dieciocho años comprendí que jamás desaparecerías mientras te tuviese en mis letras, solo que ahora serías tú mi protagonista.
Carmelo Beltrán
@CarBel1994