¿Hasta qué punto importa saber que Sinónimos es un ejercicio autobiográfico, es decir, que su protagonista es el alter ego del realizador Nadav Lapid y que, para más información, el actor que lo encarna –Tom Mercier– también es un ciudadano israelí radicado en París? ¿Por qué o para qué insistir en esos datos (algo que la prensa hizo hasta el cansancio desde que el film ganó el Oso de Oro en el 69º Festival de Cine de Berlín) cuando el trabajo más reciente del guionista y director nacido, criado, ahora instalado en Tel Aviv aborda cuestiones tan universales como el sentido de pertenencia que los seres humanos desarrollamos respecto de nuestra tierra (o patria) y de nuestra lengua?
Sin dudas corresponde celebrar la capacidad de Lapid para convertir sus recuerdos de juventud en una suerte de fábula absurda sobre el vínculo –en algún momento frágil– con el país donde crecimos, y sobre la ilusión de sentirnos liberados, o menos condicionados, en suelo extranjero. A medida que avanza, el relato relativiza las apreciaciones del vehemente Yoav sobre sus lugares de origen y adopción: Israel y Francia. La crónica de esta evolución extiende un manto crítico sobre ambas naciones por motivos distintos… o no tanto.
A grandes rasgos, el también autor de Policeman y La maestra de jardín divide las desventuras del protagonista en dos partes: la primera cubre el empeño en cambiar de nacionalidad (en la práctica, no en los papeles); la segunda aborda tangencialmente la cuestión administrativa mientras –y éste parece el propósito central– registra un desencanto progresivo y doloroso.
A algunos espectadores nos fascina la importancia acordada al idioma, decisión en principio reñida con la preeminencia visual del cine. Sin embargo Lapid encuentra la manera de ilustrar la cuestión discursiva con imágenes potentes: por ejemplo, la escena de la sesión de fotos pornos en relación con la negativa de Yaov a hablar en su lengua materna, o los planos acordados al diccionario «bueno pero liviano» que ayuda a perfeccionar un francés por momentos dieciochesco o híbrido según sugiere la parisinísima Caroline.
No parece casual que el protagonista se desate realmente en un tercer idioma, al ritmo de Pump up of the jam. Acaso éste sea el punto de inflexión entre el idilio con la douce France (a pesar de un comienzo difícil) y la decepción, casi resentimiento, de quien no tiene –Yoav dixit– «la suerte de ser francés».
Sinónimos se caracteriza por un sentido del humor ácido, que invita a imaginar enfrentamientos programados entre israelíes y (neo)nazis en pleno París, que nos hace escuchar los versos de La Marsellesa sin el debido acento francés, que musicaliza una prueba de tiro al blanco palestino con Sympathique de Pink Martini. La película también se distingue por ofrecer postales atípicas de la capital gala, aún cuando la acción se desarrolla en lugares tan reconocibles como la Plaza de la Bastilla, los puentes del Sena, la explanada de Notre Dame.
Consecuente con el título de su largometraje, Lapid juega con los términos Extranjero, Foráneo, Extraño, Externo, Ex/repatriado y coquetea con la acepción más antipática del adjetivo Apátrida. De esta manera, el realizador telaviví se consolida como un referente del cine de autor contemporáneo, capaz de sostener una perspectiva singular en un mundo cada vez más globalizado (y globalizador). A esta altura importa poco el origen anecdótico de sus películas.