Isabel Archer es seguramente el personaje femenino literario que más me fascina. Profundamente moderna, adelantada a una época de rígidas convenciones sociales, llena de preguntas sin respuestas y con un deseo tan desgarrador de ser libre que a medida que la novela avanza, sentir cómo sus alas se van empequeñeciendo es desolador.
La trama se inicia en Grandecourt, una hermosa casa inglesa a la que la norteamericana y pobre Isabel Archer llega con su rica tía, que ha decidido ocuparse de ella tras la muerte de su padre. En Grandecourt, Isabel conocerá a su tío, que la impresionará notablemente, y a su primo Ralph, enfermo de gravedad y uno de los personajes más lúcidos e inteligentes de todo El retrato.
La novela también se va a cerrar en la casona, aunque mientras el arranque de la trama es luminoso y cegador, el final es ambiguo y, en realidad, triste. Isabel es una joven inusual, con una inteligencia y una personalidad llamativas, que atraerán a hombres tan diferentes como Lord Warbuton, el norteamericano Caspar Goodwood o el que será su marido, Osmond Ormond. Pero también a mujeres, como su moderna amiga, la periodista Henrietta Stackpole, o la intrigante madame Merle.
A pesar del profundo deseo de independencia de Isabel, el lector es consciente, a través de la voz del narrador, de cómo este círculo de personajes comienza a tejer sus hilos alrededor de ella. No todos lo hacen con intención de manipularla, pero lo cierto es que Isabel será manipulada. A medida que avanza la novela, la revelación de que ha perdido su libertad se hace nítida para la protagonista, y el lector no deja de preguntarse en todo momento cuándo dará un puñetazo en la mesa para dejar todo atrás y recuperarla. Sin embargo, y aunque el final se presta a muchas interpretaciones, creo que la decisión que toma Isabel es en realidad la mayor prueba de que ha conseguido volver a ser libre, aunque la primera impresión es justo la contraria.
En una sociedad profundamente convencional y sometida a una rígida estructura de conveniencias, Isabel es un personaje atípico, una mujer fuera de lo común, una heroína que es heroína simplemente por ser diferente. James se detiene notablemente, como es común en él, en el análisis profundo de los pensamientos de su personaje. Maduramos con Isabel, nos hacemos mayores con ella, y la compadecemos y admiramos por igual. Sin embargo, James nos deja huérfanos en la última escena de este libro.
Es una de las pocas ocasiones en que no conocemos una decisión de Isabel a través de sus reflexiones, sino que es su amiga Henrietta quien nos cuenta, y de paso a Goodwood, la última decisión de la protagonista. Después de centenares de páginas compartiendo sus más íntimos pensamientos, la que es quizá la decisión más importante de toda la novela es como un exabrupto. Seguramente cada lector interpreta este final de una manera, de hecho creo que eso quería Henry James: dejar el final abierto, obligarnos a seguir la vida de Isabel, imaginar qué va a pasar en su regreso a Roma, cuando tiene ya la certeza de que su matrimonio es una mascarada, cuando su juventud está quedándose atrás y ha sentido sin embargo el aliento de una pasión inesperada. El mundo en el que vive Isabel tiene unas normas, y aun respetándolas, ella se las salta a la torera casi sin pretenderlo.
James se inspiró en una mujer real para dar vida a Isabel Archer, aunque la historia que de ella cuenta sea ficción. Pero seguramente, aunque sus pensamientos se quedaron encerrados en sus salones, hubo muchas mujeres como Isabel a finales del siglo XIX. A diferencia de las heroínas de Austen, para quienes el matrimonio es el objetivo, para Archer su boda será la más profunda demostración de su espíritu indomable. Quizá sólo por este gesto, aunque después resulte fallido, sea Isabel tan libre. Por eso, a pesar de todo, cuando cierro la novela imagino que, tarde o temprano, se liberará de sus cadenas.