Portada del libro Armando la Gorda
Seudónimo del escritor irlandés Robert William Alexander (Dublín, 1905-1979). Publicó cuarenta y un novelas de aventuras y otros géneros en la década de 1920 bajo su propio nombre, aunque la mayoría de sus obras estaban firmadas como Joan Butler. Irlandés nacido en Dublín, eligió su nombre del seudónimo en catalán, como el Nano, Joan, en lugar llamarse Seán, o Iohán como hubiera correspondido en su terruño. Lo que sigue son fragmentos de su obra “Armando la Gorda” publicada en 1950 que narra la historia de Percy Trotter, que ha descubierto el procedimiento de fabricar cerveza partiendo del hayuco* que, como materia prima, se cotiza a unos precios francamente irrisorios, motivo por el cual el joven Trotter puede afirmar con razón que la fortuna está a punto de llamar a su puerta e instalarse definitivamente en su casa. “El viejo pueblo de Deepdene, tan viejo como el mismo mundo, estaba soñoliento bajo el sol de aquel atardecer. Sólo un par de caballos, uno o dos cerdos y media docena de vacas erraban por sus calles. Unas cornejas lanzaban sus armoniosos graznidos desde las copas de los árboles, y en un campo cercano una codorniz saltaba de un lado a otro, indiferente a todo. En el umbral del «Pelican», el más anciano, de los habitantes de Deepdene, miraba fija y pensativamente hacia la lejanía, mientras mascaba tabaco y escupía. La paz envolvía la tierra: otro día estaba tocando a su fin. ......... Todos estaban sobre ascuas, con los nervios a flor de piel, cuando se reunieron para desayunar a la mañana siguiente. Brewster parecía el único que gozaba de un humor jovial, y había agudizado el mal humor general, cantando a gritos una canción obscena, mientras se aseaba en el cuarto de baño. Sólo por esto la mayoría de los presentes habrían disfrutado estrangulándolo, y hubiesen subido al cadalso con la sonrisa en los labios. Su voz, que distaba mucho de ser armoniosa, era potente y aguda, y nadie había escapado al tormento de oír aquel salmo matinal. Su canto no le había granjeado, desde luego, ninguna nueva amistad. Para la gente que sufría de jaqueca en aquel momento y tenía el sistema nervioso quebrantado, este alarde musical de Sam le importaba un bledo. No podía haber escogido nada peor para comenzar el nuevo día. En la escalera tropezó con Sidney, quien le saludó con una sonrisa equívoca. –Está usted muy bonita –dijo Sam–. Sus ojos irradian salud y sus mejillas me recuerdan los capullos de rosa. –No me siento demasiado bien –confesó Sidney– Le he estado oyendo cantar. ¡Ah! Siempre acostumbro a cantar en el cuarto de baño; ¿le gustó? –No, en absoluto. –¿No? Una vez sentí la tentación de dedicarme a las tablas, pero el periodismo pudo más. A veces me arrepiento de no haberlo hecho. –Pues no hace falta que se arrepienta. Oiga, Sam, ¿qué ocurrió anoche? Sam movió la cabeza. –Ahora me es imposible referírselo; es una historia muy larga. Raras veces he pasado una noche más pródiga en acontecimientos. Tuve que tragar saliva y sonreír, pero nosotros, los Brewster ... –Sí, ya sé, no se dan nunca por vencidos. Ya me lo contara más tarde. Sam, tengo el presentimiento de que va a haber tormenta. –¡Oh! ¿qué clase de tormenta? –La que se va a desencadenar sobre nosotros. Más de uno se estará preguntando cómo penetró Higgs anoche en la casa. –Déjelos que se hagan las preguntas que quieran –replicó Sam, conciso. –Sí, pero, ¿y si nos preguntan a nosotros si sabemos algo de ello? –Limítese a esbozar una sonrisa enigmática y cambie de tema. ¿Sabrá hacerlo? –Creo que sí, pero, ¿será eficaz? –A mí no me falla nunca. Éste es uno de mis recursos favoritos. Hawker Swift, el detective privado, procede así siempre que se encuentra ante una dificultad. Se pasea lanzando sonrisas inescrutables a diestra y siniestra, y no me negará usted que no es un tipo magnífico para ser imitado. A propósito, ¿me vio anoche su madre? –No lo creo, y si le vio, no dijo nada. ¿No sería mejor que bajásemos, Sam? – Sí, quizá tenga razón. ................ Mientras se desarrollaban aquellos acontecimientos, tía Cloe salió a respirar un poco de aire fresco antes del almuerzo. Después de su entrevista con Brewster se había retirado a su habitación y había pasado la mañana escribiendo varias cartas injuriosas a diversos importantes cerveceros. Animada por aquella labor humanitaria que, a causa de su gripe, se había visto obligada a abandonar durante el curso de las últimas semanas, bajó con paso ligero y ojos brillantes, satisfecha de ver que el triunfo iba coronando su lucha anti cervecera. Debido a sus preocupaciones estaba totalmente al margen de los acontecimientos, y ningún presentimiento vino a turbar su majestuosa dignidad mientras caminaba bajo los cálidos rayos del sol. Lo había dejado todo entre las manos expertas de Mr. Brewster, y un sutil sentido le aseguraba que su confianza no había sido mal colocada. Aquel muchacho haría cuanto fuera preciso. Mientras iba paseando meditaba sobre su sobrino Percy. Desde hacía tiempo pensaba que el chico necesitaba una lección. La idea de que era una persona vil había cruzado algunas veces por su imaginación y aquella mañana, por primera vez, había dado muestras de su rebeldía. Tía Cloe se dijo que él trataba de imponérsele, y esto era por una parte culpa suya, ya que últimamente no le había vigilado lo suficiente. Ahora pondría todas las cosas en orden. Fue despertada de aquellos caritativos pensamientos por el ruido de un motor. Levantando la vista vio un «Rolls–Royce» de enormes dimensiones, conducido por un individuo vestido con un chaquetón de cuero y una gorra en la cabeza. Aquel extraño personaje se acercó a ella, frenó el coche, y la miró mientras se dedicaba a masticar rítmicamente algo que tía Cloe supuso que debía ser chicle. –¿Es Deepdene Towers? preguntó el individuo desde el coche, hablando por un lado de la boca. –Sí –contesto tía Cloe con frialdad. Gracias. ¿Está aquí Mr. Brewster? Tía Cloe se sobresaltó, ligeramente, y la asaltó cierta sospecha sobre su cómplice. –¿Mr. Brewster? Sí. Gracias –repitió el individuo–. ¿Está en la casa? –preguntó, señalando hacia ésta con un dedo cubierto de grasa. Creo que sí. ¿Desea usted verle? Ya lo creo. –¡Cómo! Ando buscándolo por todo el país. –¿De veras? –¡Y tanto! Dejó este coche para que se lo repasáramos, se llevó uno de los nuestros y se fue sin darnos ninguna dirección. –¡Qué divertido! –exclamó tía Cloe. “Claro el camino es largo y si Ud. quiere saber cómo termina todo, deberá leer aún 132 páginas más.