“Realmente no me interesa la narrativa fílmica convencional”.Béla Tarr
¿Para qué sirven instituciones como la Cineteca Nacional sino para mostrarnos un tipo de cine que, en otras condiciones, no veríamos nunca en pantalla grande? Es el caso de la Retrospectiva de Béla Tarr que ha programado la Cineteca desde hace varios días y que está a punto de finalizar con El Hombre de Londres (A London Férfi, Hungría-Alemania-Francia, 2007), realizado por Tarr después de ocho años de silencio (casi) absoluto. El cineasta húngaro regresó al cine con esta muy peculiar adaptación de la novela negra de Georges Simenon L’Homme de Londres (1934), que ha sido llevada a la pantalla grande en, por lo menos, un par de veces anteriores. El corazón de la trama es fiel a la novela corta del creador del Inspector Maigret: en un puerto de una ciudad anónima, un trabajador ferroviario de muy pocas palabras, Maloin (Miroslav Krobot), atestigua desde su caseta de vigilancia una discusión entre dos hombres. Sin prisa alguna, observado a lo lejos por la virtuosa cámara en blanco y negro de Fred Kelemen, vemos cómo Maloin se acerca al lugar del pleito y recoge una maleta mojada. De regreso a su lugar de trabajo, Maloin tiene ante sí 60 mil libras esterlinas que, humedecidas, va secando, parsimoniosamente en una pequeña estufa de leña. Por supuesto, ya se imaginará usted lo que sucede: desde la lejana Avaricia (von Stroheim, 1924) hasta la muy cercana Sin Lugar para los Débiles (Hermanos Coen, 2007), nadie se beneficia por tener tanto dinero de manera inesperada. Contada así, con estos detalles, parecería que estamos ante un neo-noir cualquiera, con suspenso, violencia y emociones a granel. En manos de otro cineasta, es probable que sí: con Tarr detrás de la cámara, no. Es cierto: el octavo largometraje del cineasta húngaro es, visualmente hablando, un ultra-estilizado film-noir que, encuadre tras encuadre, no tiene desperdicio: negrísimas noches en las que desentona algún insólito manchón de luz, diseño de producción ad-hoc con escenarios y vestimenta salidos de alguna cinta de mediados del siglo pasado, rostros impertérritos que escuchan y hablan sin mostrar emoción alguna… Pero Tarr no podría estar menos interesado en los resortes genéricos del film-noir y menos aún en sus convencionalismos narrativos: El Hombre de Londres consta, de principio a fin, solamente de 29 tomas (la más larga, la inicial, prácticamente de 10 minutos; el resto, de 3 a 5 minutos) y cada una de ellas es un prodigio coreográfico/visual que, aunado a la música de Mihály Vig, provoca en el espectador una suerte de ensoñación cinematográfica. Así, la cámara de Fred Kelemen, por ejemplo, toma en primer plano a Maloin, quien se levanta de la oscuridad para asomarse por el balcón de su cuarto. Sin corte alguno, el encuadre se mueve en dirección de su mirada: allá a lo lejos, bajo una farola, está un hombre fumando… Apenas nos damos cuenta y mediante un magistral movimiento de grúa, ya estamos junto a él, dándole la última bocanada a su cigarrillo. La emoción de este moroso film-noir no está, pues, en los crímenes, en las vueltas de tuerca, en el absurdo desenlace… Esta ahí, en las imágenes, en la cámara, en ese fundido en blanco que se torna en negro que se torna en nada…
El Hombre de Londres se exhibe hoy en la Cineteca Nacional a las 20 horas.