La demencial campaña electoral que está desplegando Rubalcaba cobra sentido y parece lógica si se analiza desde la óptica de que el candidato socialista tiene ya asumida su derrota y que se única obsesión es evitar un desastre electoral que colocaría al PSOE en vía muerta y a él le haría perder el control del partido. Si consigue menos de 120 diputados, Rubalcaba se sentirá derrotado, pero si consigue menos de 100, su carrera política habrá terminado y el PSOE sufrirá una sangría de apoyos al tener que atravesar un terrible desierto de sal y de fuego.
Desde esa óptica de una lucha por la supervivencia de su partido y de él mismo, sí se entienden sus aparentemente irracionales posturas y propuestas de campaña, entre ellas el apoyo a la insumisión de los catalanes ante la Justicia, la resurrección de un impuesto obsoleto, injusto y ya erradicado del mundo democrático, como el del Patrimonio, sus amenazas a los bancos o el propósito de crear, si alcanza la presidencia, un verdadero impuesto que le saque el dinero a los millonarios, no como el del Patrimonio, que esquilma a las clases medias, a los ahorradores y a los empresarios pequeños y medianos.
La de Rubalcaba es, a todas luces, una campaña a la defensiva y, lo que es peor, negativa y contraproducente, pues estimula lo peor que existe en la sociedad y alimenta los odios, rencores, envidias y otras pasiones propias de la chusma fanatizada.
La campaña de Rubalcaba no está dirigida a los españoles cultos, demócratas y pensantes, sino a las masas adoctrinadas por la izquierda, cargadas de rencor y de odio, dispuestas siempre a castigar al que más tiene y a emplear el victimismo como arma arrojadiza. Sus clientes son la parte menos democrática de la sociedad porque sabe que la parte decente, después de los desastres y dramas provocados por el socialismo bajo el mandato de Zapatero, jamás le va a votar.
Si Rubalcaba consigue arrebatarle algunos centenares de miles de votos a la abstención y a Izquierda Unida, conseguirá que su partido aguante y no baje de esa fatídica cifra de 120 diputados, tan temida por el partido. Si ni siquiera consiguiera 100 diputados, el PSOE, sin forma alguna de alimentar a sus huestes, acostumbradas al clientelismo, el privilegios y las ventajas sufragadas por el erario público, entraría en bancarrota.