En el atrio de la iglesia admiró su portada, dio la vuelta al templo y se encontró con una esbelta torre que tenía el tejado derruido, a falta de limosna subvencionada, al igual que el templo, apuntalado para evitar la caída de sus paredes reventadas. Se quedó con ganas de subir a la torre de la iglesia para dominar la inmensidad de la Tierra de Campos y las poblaciones limítrofes de la zona, los Alcores, estribaciones de los Montes Torozos, y la Montaña Palentina, que se contempla en días claros. Pero la verdadera sorpresa se la encontró al recorrer las callejas del pueblo y ver deshabitadas sus casas, derruidas, bombardeadas por el abandono, el saqueo y la despoblación. Se encontró con un pueblo devastado, en escombros, que mantiene en pie cuatro o cinco casonas, alguna de ladrillo y otras de piedra de sillería, escoltadas por tapiales de adobe, materia prima de la zona; corralones, tenadas, hornachas y húmeros derruidos; adobes, muchos adobes, tejas sepultadas por techumbres, casas sin amo destruidas por la intemperie.
Recorrió cada rincón de este lugar abandonado en el corazón de Tierra de Campos, pedanía en escombros, donde le pareció escuchar un concierto al oír el único sonido del pueblo: el del viento. Se sorprendió de la luminosidad terracampina, que le hizo sentir calor en invierno, como si el pueblo estuviese caldeado, como si las antiguas glorias de las casas estuviesen prendidas, y calentasen las callejas. Tras este recorrido por el devastado poblado se fue el viajero de Revilla con la intención de volver algún día.
Pasó otro día por Revilla, sin intención de detenerse, pero desde la carretera le sorprendió la presencia de un buen número de vehículos aparcados en el pueblo, en las inmediaciones de las naves, al lado de la charca, y cerca de la iglesia. Alucinaba al pensar como había resucitado un pueblo moribundo, y atraído por la curiosidad paró su vehículo y se dirigió en busca del inusual tumulto. Se enteró de que se celebraba San Vicente, el patrón de Revilla, y se fue a la nave donde estaba el escenario de la fiesta. Para su sorpresa le recibe José Miguel Regoyo Muñoz, uno de los carboneros de Revilla, tan generoso con quien acude a la fiesta, que hace que nadie se sienta forastero. Regoyo impresiona al visitante con su blusón y gorro de gala, como un chef de alta escuela al frente de los fogones, y le agasaja como a todos los que acuden a la fiesta, le ofrece manjares de la tierra, bocados y exquisitas pócimas terracampinas.
El cocinero presenta al viajero a su equipo de alta escuela, compuesto por su señora, su hija, su yerno, su socio Javier Obispo y su amigo José Luis Gutiérrez, que lleva de segundo apellido nada menos que el nombre de este pueblo. Este gran equipo hace posible el éxito del festejo, y consiguen que nadie sienta frío en su inmensa nave, caldeada con cañones de gasóleo.
Le cuenta el carbonero que en Revilla disfruta y se regocija con lo que le rodea, que aquí vive con intensidad su placentera libertad, se deleita con el silencio de este pueblo abandonado, donde trabaja, se recrea y goza en exclusiva de un paraíso de sigilo, en el que no encuentra a nadie para hablarle, donde el adobe derruido es el rey del paisaje, donde las calles están siempre vacías y solamente se escucha el sonido del viento, que no hay ruidos en Revilla hasta San Vicente, en el mes de enero, cuando celebra su fiesta.
Le cuenta Regoyo al viajero, con intención de impresionarle, que por San Vicente, de Villamartín a Mazariegos, y de Pedraza a Torremormojón, se oyen los chillidos del marrano que matan los carboneros de Revilla para honrar a su patrón. Matan al cochino, y los aullidos del animal sustituyen a las campanas de la iglesia, y avisan al personal de que Revilla está de fiesta. Al oír semejantes berridos acuden al festejo los de Mazariegos, los de Revilla, los de Pedraza, los de Torremormojón y Baquerín. También vienen de Ampudia, de Palencia, y hasta de Grijota y Villalobón, y los colegas ciclistas del Grupo de Amigos "Los del Pabellón", invitados por los carboneros. Todos acuden a probar los manjares del cochino, una vez destazados, y asados sus chorizos y pancetas, a fuego lento en la parrilla, con carbón de encina, materia prima del fogón que los carboneros tienen en exclusiva. La esencia de la fiesta son los exquisitos bocadillos de chorizo, panceta, el vino de Ribera, y el caldo de Paco Obispo, que mata una gallina y la cuece con los huesos de ternera y jamón, secretos de puchero apropiados para finales de enero.
La festividad de San Vicente tiene muchos atractivos, gracias al empeño de los carboneros, que consiguen con la fiesta que los lugareños y forasteros acudan al pueblo y den vida a Revilla durante dos días, el resto del año es un pueblo moribundo, abandonado y en escombros.