La Diligencia (Stagecoach, EU, 1939) es considerada por muchos como el western clásico fordiano por antonomasia -incluso el western clásico a secas. En lo personal, creo que este honor lo merece La Pasión de los Fuertes (Ford, 1946), que trata directamente el tema fundacional del cine del oeste, civilización vs. barbarie, aunque La Diligencia tiene una importancia mayor que cualquier otra película de su especie si se le estudia desde una perspectiva histórica e industrial. Más allá de sus innegables virtudes cinematográficas -la secuencia del ataque a la diligencia es de las más emocionantes de su tipo en la historia del cine, el trabajo de los stunt-men en esa misma secuencia es antológico- y de la perfección con la que Ford maneja la fórmula melodramática del grupo-de-personajes-en-peligro, La Diligencia es importante porque representó, por un lado, el relanzamiento del western como género de prestigio y, por el otro, la aparición protagónica del treintañero Marion Michael Morrison (o sea, John Wayne), quien a partir de esta cinta se convertiría en uno de los iconos fílmicos del siglo XX.Al parecer, John Ford sabía el tipo de estrella en la que podía convertirse Wayne, pues decidió no trabajar para David O. Selznick -el poderoso productor con el que desarrolló la idea del filme- cuando éste quiso imponerle a Gary Cooper para el papel protagónico. Ford, de hecho, prefirió renunciarle a Selznick y, de paso, renunciar a un mayor presupuesto, pues realizó La Diligencia para Walter Wagner, quien tenía su propia casa productora que trabajaba dentro de la United Artists. Ford, pues, tuvo más libertad pero menos dinero, aunque esto no resultó problema: gastó menos de lo presupuestado y la película se terminó de filmar en siete semanas. La tozudez de Ford demostró ser profética: luchó por tener a Wayne en el reparto y éste se convirtió, a sus no tan juveniles 32 años de edad, en una de las estrellas del Hollywood clásico.El otro asunto es el western como género. Para fines de los 30s, el género americano por excelencia, el que había marcado el nacimiento de la industria fílmica estadounidense con El Gran Asalto al Tren (Porter, 1903), estaba arrinconado en las baratonas B-movies del llamado Poverty Row -o sea, casas productoras modestas como la Republic o la Monogram- o en los seriales infantiles/juveniles en donde, por cierto, había hecho su carrera hasta ese momento el propio John Wayne. Cuando Ford decide hacer en 1939 La Diligencia, el cineasta ya tenía un nombre y una reputación -había ganado el Oscar como Mejor Director por su melodrama político El Delator (1935)-, así que dirigir un western -un género "menor" en esa época- fue una decisión arriesgada. Como en el caso de su elección de Wayne sobre Cooper, Ford acertó de nuevo: La Diligencia representó no tanto el renacimiento del género -westerns, insisto, se hacían muchos- sino el lanzamiento como una fórmula comercial y de prestigio: además del éxito económico, la película fue nominada a siete oscares -entre ellos Mejor Película-, de los cuales ganó dos: Mejor Música y Mejor Actor Secundario, para el inconfundible Thomas Mitchell. Supuestamente basada en un relato de Guy de Maupassant -dato que no aparece en los créditos oficiales- el argumento de La Diligencia escrito por Ernest Haycox nos ubica en un pequeño pueblo del oeste, Tonto, Arizona, durante los años 80s del siglo XIX, época en la que el legendario apache Gerónimo escapó de su reserva para enfrentarse al ejército americano. Una diligencia, manejada por el rechoncho y hablantín conductor Buck (Andy Devine) se dirigie al poblado de Lordsburg, llevando en el carruaje a una variopinta lista de personajes: un tímido vendedor de whiskey (el veterano Donal Meek), un extrovertido médico alcohólico (el oscareado Mitchell), una prostituta recién echada del pueblo por ser mala influencia (Claire Trevor), un banquero ladrón en huída (Berton Churchill), una sureña dama casada que va en busca de su marido militar (Louise Platt), un jugador de refinados modales aristocráticos (John Carradine, nada menos), el sheriff del pueblo (George Bancroft) y, finalmente, un joven escapado de la prisión, Ringo Kid (Wayne, but of course), que es encontrado en el camino, sin caballo, por lo que es tomado prisionero por el sheriff para ser llevado a Lordsburg a terminar de cumplir su condena. Ringo desea, de hecho, llegar a ese mismo pueblo, porque ahí están unos hermanos malandrines que fueron los culpables del asesinato de su familia. Los personajes emblemáticos del western clásico -el forajido heroico, la prostituta redimible, la dama de sociedad, el jugador atormentado, el conductor chistosón, el enérgico alguacil, el médico borrachales, sin faltar el posadero mexicano o los inescrutrables y temibles indios- aparecen aquí en todo su esplendor cómico y dramático. No son meros clichés -no lo eran en ese momento, por lo menos- sino arquetipos morales de lo que amaba/odiaba Ford. Por un lado, están los rechazados por la sociedad, como el exconvicto Ringo Kid ("No es fácil entrar a la sociedad cuando uno acaba de salir de la cárcel"), la prostituta Dallas o el médico perpetuamente borracho "Doc" Boone, con quienes Ford simpatiza sin matiz alguno. Por el otro, están los detestables hipócritas como "las damas mejoradoras" del pueblo -"son peor que los apaches", dice Dallas- o el banquero Gatewood, un ladrón de cuello blanco que se queja de todo y de todos, incapaz de la mínima solidaridad y a quien el guión le hace decir "Lo que es bueno para los bancos es bueno para el país" algo que, para el éthos fordiano, representa lo peor de lo peor. Ni siquiera el refinado tahúr Hartfield, a quien Ford trata con cierta distancia, merece tanto desprecio: después de todo, el personaje encarnado por John Carradine tendrá la oportunidad de redimirse y arrepentirse de ser lo que es, algo que el banquero no haría nunca.Los indios, que hacen su aparición en la secuencia más famosa de la película -una de las más emocionantes en la historia del cine- son tratados con el debido respeto. Como suele suceder en el cine de Ford, a los indios no se les ridiculiza y menos cuando están encima de sus caballos, imponentes, esperando atacar a los representantes de una civilización llena de contradicciones, que no acepta a borrachos, forajidos o putas pero que, al final, dependerá de ellos precisamente para sobrevivir e, incluso, literalmente, para nacer. La secuencia del ataque a la diligencia es uno de los grandes momentos fordianos de cine puro, resuelto con la velocidad del galope de los caballos, la muerte súbita dentro del carromato, el suspenso insoportable de una pistola a punto de ser disparada y, por supuesto, el infaltable deus-ex-machina: ¡la caballería al rescate!Ahora que volví a ver La Diligencia -tenía muchos años de no revisarla- me encontré de nuevo con ese Ford tan menospreciado por su sentimentalismo/populismo -ejemplificado aquí en la inesperada aparición de una personajita-, tan criticado por su conservadurismo rampante -un señalamiento que me parece justo pero incompleto, como cualquier conocedor de La Diligencia lo puede notar,- y tan desconocido por su generosidad y, sobre todo, su sentido del humor, algo que el mismo Ford afirmaba que era de lo mejor que tenía su cine. Tómese como ejemplo las hilarantes líneas que dice el posadero mexicano Chris (el ubicuo Chris-Pin Martín), la construcción del personaje cómico/dramático interpretado por Mitchell o la relación que tiene el propio "Doc" -y todos los demás personajes- con el vendedor de whiskey al que todo mundo confunde con un predicador. Hasta en ese desenlace tan "homenajeado", en ese (in)esperado final feliz, Ford deja que se nos deslice una sonrisa: -"Le invito un trago, Doc", "Ok, pero nomás uno". Ajá: nomás uno. ¿Dónde he escuchado eso antes?
La Diligencia se exhibe hoy en la Cineteca Nacional a las 19 horas.