revolución……

Por Peterpank @castguer

Es la revolución. Ese día, por la mañana, Sade había sido conducido a la cárcel por un destacamento de la caballería ligera. El rey (de quien soy uno de los consejeros), su séquito y la mayoría del pueblo que le permanece fiel, viven en un conjunto de casas viejas (aparentemente el Hospital civil de Strasburgo), las que, rodeadas de un muro alto y protegidas por torreones, componen la residencia real.

Sin haberla visto aún, sé que debo amar a la hija del rey, Agustina, quien admira y estima altamente al marqués de Sade, y al cual ella ha protegido valientemente contra las persecuciones de su padre.

Estoy con el rey y con dos de sus consejeros, en una pieza cuadrada cuya única ventana domina el camino nacional. Acodado a esta ventana, asisto a la siguiente escena: algunos jinetes corren al trote, dirigiéndose a la residencia, sin duda para dar cuenta de una misión cumplida. Una muchacha -a la que conozco inmediatamente como Agustina- se lanza hacia ellos y trata de detener los caballos. Pero ella es prestamente arrastrada por tierra y maltratada por los jinetes. Al darme cuenta del peligro que corre la joven, quiero lanzarme afuera para socorrerla. Pero el rey, adivinando mis intenciones, ordena en ese momento que todas las personas presentes se arrodillen, para rezar. Loco de cólera, saco mi revólver y disparo varios tiros contra el rey. Este empieza a reírse con grandes carcajadas y me comunica que la mejor manera que tiene para castigarme es dejándome tranquilo. Me hace todo un discurso y vuelve a menudo sobre esta frase: “La prisión o la muerte no son para los enamorados”.

Durante este tiempo, la joven ha tenido la fuerza de arrastrarse hasta nuestra puerta. Es perseguida por todo el populacho de la residencia que la injuria y la amenaza de muerte. Con mucho trabajo hago entrar a Agustina e impido que los manifestantes invadan la habitación. Lo consigo, y pronto junto a mí se encuentra la muchacha, casi desnuda, la espalda cubierta por las señales de los latigazos. Advierto algunas heridas en su seno derecho. Ella me abraza sin decir una palabra.

Unas sirvientas se agrupan bien pronto en torno de Agustina para lavarle las heridas, las que desaparecen inmediatamente sin dejar rastros. Durante todo el tiempo que dura esta operación, permanezco mudo, admirando la gran belleza de esta joven. Mi emoción alcanza su mayor intensidad cuando ella me dice, de repente:

-Como usted sabe, Bataille (por decir Sade) no dudaba que Justina…

No escucho el final de la frase, muy asombrado por la analogía que parece existir entre el nombre de Justina, que ella acaba de pronunciar, y su propio nombre: Agustina.

En ese momento el rey reaparece, y toda su actitud indica que él ha tomado una resolución con respecto a mí y a su hija. Aún antes que él haya pronunciado una palabra, Agustina lanza un grito y sale precipitadamente. Corro a la ventana y la veo emprender una loca carrera por el camino principal. Pronto desaparece en el horizonte.

Desde ese instante, habiéndome invadido una gran tristeza, me desintereso por todo cuanto sucede a mi alrededor. Me informo aún que el rey está destronado y que su séquito y todos sus fieles han sido expulsados de la residencia. Con la cabeza baja, de pie, sé que desfilan frente a mí todos mis enemigos. Es un cortejo largo y lento, al que estoy más bien tentado de considerar como un homenaje rendido a mi tristeza que como la marcha de un pueblo vencido. Indiferente, sé que ellos salen, hombres y mujeres, por una puerta estrecha. De vez en cuando una mano de mujer se tiende hacia mí. Sin siquiera preocuparme por esta mujer, sin tan siquiera mirar su rostro, beso esta mano…

Estoy sentado, a solas, en la sala del trono. No pienso ya en la victoria conseguida, sino solamente en mi proyecto de ponerme en busca de Agustina. Después, la noche se apacigua, y únicamente advierto el decorado que me rodea, y me veo a mí mismo, la cabeza entre mis manos abiertas, solo.

II

En Odessa, durante la revolución, una tarde. El crepúsculo más bien, pues una débil claridad de fin de día consigue penetrar por algunos sitios en la sala de espectáculos en que me encuentro, sentado en un sillón de orquesta, esperando la segunda parte de un espectáculo organizado por los nuevos dirigentes del país. Pronto el telón se levanta mostrando un claro de bosque, cuando por una puerta situada a mi izquierda entra una mujer joven, muy hermosa, completamente vestida de azul; de un azul-cielo muy claro, muy luminoso, y que inunda inmediatamente la sala con una extraña claridad. Pienso que aquí tenemos el color que mata los escrúpulos del hombre . La joven, que sé que es la estrella del conjunto José Padilla, atraviesa la sala lentamente, dirigiéndose a un palco donde está sentado un hombre solo, quien la hace señales de aproximarse. Ella se le reúne y hablan, él sonriente, ella con gravedad. Es el momento que mi conciencia se conmueve por esta gravedad, expresada en los movimientos y en el rostro de la muchacha, hago vanos esfuerzos para recordar en qué circunstancias había podido, antes, encontrarla. Todo lo que obtengo es que no le había conocido nunca ese color . Después de haber estrechado la mano de su interlocutor, sonriendo furtivamente, ella sube a la escena por una pequeña escalera a la derecha de la orquesta. En el momento en que ha llegado al centro del claro de bosque, y en que se apresta a hablar, advierto que su color no tiene ningún poder sobre el verde que domina la escena. Y ella habla, y a medida que se prolonga su discurso, su vestido palidece, palidece, y pienso que éste es un vestido como el que llevan todas las mujeres, un vestido blanco, de un blanco ordinario, un blanco de primera comunión, ni siquiera del blanco de las rosas. Ella habla en términos convencionales de la obra que ellos “acaban de tener el honor de representar”, y de su autor, al que se adivina escondido en la selva que se extiende hasta perderse de vista, detrás de la joven; es con un temblor en la voz que pronuncia su nombre: ¡Fantomas! Después, alude a sí misma, respondiendo a preguntas que adivina propuestas por los espectadores. Su voz se hace grave -pienso que su conciencia alcanza y abraza repentinamente la más entera, la más terrible visión de ella misma-, su sonrisa teatral se convierte en una risa desesperada, cuando dice, haciendo con su brazo un ademán lento y bajo:

-He nacido aquí y allá, por todo el mundo.

Tengo, en ese instante, la visión muy nítida de una carta geográfica: los Balcanes, en los que distingo un hormigueo de cosas informes, y en los que siento moverse unas fuerzas oscuras; el Asia, completamente blanca y como resplandeciente, con la sombra de sus alturas y la plata de sus ríos. A punto de regocijarme por una esperanza repentina, por una promesa que se me acaba de hacer, por una garantía que se me acaba de asegurar, la muchacha parece a punto de desmayarse a causa de un violento esfuerzo que acaba, aparentemente, de realizar. En vista de su decaimiento, inmediatamente me siento distraído por la idea de su sacrificio.

Desciendo una larga escalera que conduce a un corredor largo y sombrío, al extremo del cual se encuentra un patio débilmente alumbrado por la luna de una noche agonizante. Pienso en la nueva jornada que es preciso vivir, pienso un poco en la sangre derramada (mal derramada) en todas partes, y me siento infinitamente triste cuando advierto que todos los escrúpulos, que todas las debilidades, en suma, los he conservado, haciendo tan infructuosa mi unión con los hombres y los acontecimientos. En ese instante, distingo a la joven, quien se dirige al patio. Consigo alcanzarla y la encuentro igualmente grave, siempre tan esencialmente silenciosa. Me tiende una mano y yo la estrecho; y durante los escasos instantes en que, muy cerca los dos, nos encaminamos al patio que retrocede a medida que nosotros pensamos alcanzarlo, pienso en el choque doloroso y angustioso de nuestros dos pensamientos. Siento todo lo irremediable de nuestra unión, sin comprender, y sin embargo con la fuerza de una esperanza que yo sé ser siempre misma. Adivino que bajo otras latitudes habríamos acaso, nosotros dos, preferido la indiferencia…

En el momento que la joven muestra su intención de abrazarme, causas exteriores al sueño me despiertan.

Marcel Noll

Traducción: Braulio Arenas.  

(*) “C’est la révolution…” Sueño publicado en «La Révolution Surréaliste», nº 7, París, 15 de junio de 1926 (págs.6-8).