No era solamente en África y en España, no era sólo en estos dos emiratos independientes de Damasco donde ardía el horno de las guerras civiles, donde los devoraba todo el fuego de la discordia. Acontecía otro tanto en Siria, en el centro del imperio, en la corte misma de los califas.
Por eso no podían ni reprimir con mano fuerte las revueltas de África y España, ni atender al buen gobierno de estas dependencias, ni evitar que se desgarrasen en disensiones. Antes bien, veían cómo se iban aflojando los lazos de estas provincias con el gobierno central, y cuando los walíes de estas ciudades procedían a nombrar su emir de propia autoridad y sin consultar a Damasco, como sucedió con Yussuf en España, la situación vacilante y débil en que se encontraban los califas los obligaba a ratificarlo, ya que no podían impedirlo.
DE 756 A 774
Combatido y vacilante traían las contiendas civiles el trono iperial de Damasco, principalmente en los cuatro últimos reinados, desde Walid ben Yezid hasta M eruán, todos de la ilustre familia de los Beni-Omeyas, que había dado catorce califas al imperio. Meruán veía la marcha que hacia la emancipación iban llevando las provincias más apartadas. Pero le amenazaba otro peligro mayor. La raza de los Abassidas (Beni-Alabas), descendientes de Abbas, tío de Mahoma y abuelo de Alí, aquel a quien el Profeta había dado en matrimonio su hija Fátima, aspiraba a suplantar en el trono a los Ommiadas o descendientes de Abu Sofián. Uno de ellos, Abul-Abbas el Seffah, ayudado de su tío Abdallah y del vazir Abu-Moslema, hombre feroz, tipo de los déspotas de Oriente, a quien no se había visto reir en su vida, y que se jactaba de haber intervenido en la muerte de medio millón de hombres, levantó el negro pendón de los Abassidas contra el estandarte blanco de los Omeyas, en cuyos colores se significaban la irreconciliable enemistad de los dos bandos. Meruán llamó a todos los fieles a la defensa de la antigua dinastía imperial; pero emprendida la guerra perdió Meruán el trono y la vida en una batalla a manos de Saheh, hermano de Abdallah. Abul-Abbas se sentó en el trono de Damasco. Gran revolución en el imperio muslímico de Oriente. Ella se hará sentir en España (749).
Horrible y bárbaro furor desplegaron los vencedores contra la familia del monarca destronado. Dispuestos a exterminar hasta el último vástago de la noble estirpe de los Omeyas.
Noventa miembros de aquella ilustre raza habían encontrado asilo cerca de Abdallah, tío del nuevo califa, convidándoles a un festín en Damasco para poner fin a las discordias. Cuando los convidados aguardaban a los esclavos que habían de servirles a la mesa exquisitos manjares, entraron en tropel los verdugos de Abdallah, y arrojándose sobre los noventa caballeros, los apalearon. El feroz Abdallah hizo extender una alfombra sobre aquellos cuerpos expriantes, y sentado con los suyos sobre el sangriento lecho, tuvo el bárbaro placer de saborear las delicadas viandas oyendo oyendo los gemidos y sintiendo las palpitaciones de sus víctimas. Otro tío de Abul-Abbas hizo degollar a los Ommiadas de Bassorah, y arrojó sus cadáveres a los campos para que los perros y los buitres les dieran sepultura. Falta serenidad y aliento para referir el refinamiento de los suplicios inventados para acabar con la familia y raza de los Omeyas.
La Historia General de España de Modesto Lafuente, es considerada el paradigma de la
historiografía nacional del pensamiento liberal del siglo XIX.