El patrimonalismo
César Ricardo Luque Santana
En mi colaboración anterior sobre el vacío de autoridad, decía a propósito de la ausencia de una sociedad civil participativa, que el principal impedimento para la democracia y en particular para una democracia participativa sin la cual la democracia representativa es incompleta o limitada, se debía a un fenómeno llamado “patrimonialismo, el cual definí como una privatización de facto de los recursos públicos. Este fenómeno –que es universal- ya había sido estudiado por Max Weber quien precisamente lo define en términos de enajenación de los bienes públicos por la burocracia que detenta el poder. Sin embargo, este concepto se confunde con otros como el “clientelismo” y el “corporativismo”, los cuales son en realidad derivados y complementarios de él. Dicho lo anterior, se trata de analizar la relación entre éstos tres conceptos y explicar por qué el patrimonialismo constituye el cáncer de la democracia, lacera a la sociedad (prohijando a la corrupción) y pervierte a las instituciones públicas.
Sin embargo, previamente es necesario explicar brevemente las nociones de “clientelismo” y “corporativismo”. El primero se refiere a una relación entre funcionarios o representantes públicos y los ciudadanos, agremiados, etc., donde los primeros condicionan los apoyos a los segundos generando una dinámica de tráfico de favores, de tal suerte que los derechos políticos, sindicales, etc., son transformados en “favores” generando una perversa relación de dependencia política de quien detenta el poder sobre quien carece de él, envileciendo con ello la relación política entre ambos. El segundo por su parte, es un concepto más complejo pero en este caso se refiere a la trasformación en la práctica de una organización formal, supuestamente regida por reglas racionales, en un grupo de interés controlado por una camarilla la cual secuestra a la agrupación sometiéndola a sus intereses particulares, a tal grado que ejerce un implacable monopolio político. En los sindicatos se llega incluso a establecer la afiliación forzada y se somete también la voluntad de cada agremiado. En otras instancias como los partidos políticos, se ejerce el corporativismo con algunas variantes. En sí, una organización corporativizada (tomado el concepto en sentido peyorativo) actúa como una mafia.
A partir de estas definiciones que desde luego son muy generales, es posible advertir sus relaciones y como el patrimonialismo es la base de las otras dos, además de que explica por qué la democratización en serio de una organización o de una sociedad es muy difícil de lograr. En otras palabras, sostengo que el patrimonialismo socava las instituciones e impide un verdadero ejercicio del Estado de Derecho. Desde luego que esta tesis sólo podré enunciarla más no desarrollarla en este espacio, pero creo que una investigación empírica y concreta podría demostrar sin duda que el principal obstáculo para la implementación efectiva de una democracia entendida como una forma de vida y no sólo como meras reglas de “legitimación” del poder, estriba en el patrimonialismo.
La irracionalidad que observamos en la vida política en todos los niveles, ámbitos e instituciones, encuentran su explicación racional en este punto que es un verdadero cuello de botella para la realización de una democracia y un Estado de Derecho de verdad. Asimismo, es el factor que determina en gran medida la corrupción pública, pues si bien ésta tiene mil cabezas, la aceptación tácita del patrimonialismo y su funcionamiento implacable alienta y alimenta otras muchas formas de corrupción vinculadas a ella, como el peculado y otras.
De este modo, las organizaciones y personalidades de izquierda que reproducen en su seno estas prácticas patrimonialistas no pueden constituirse en alternativas de cambio. Para que ello ocurra, éstas deberían de apegarse al planteamiento de Antonio Gramsci de que una organización revolucionaria (democrática en este caso), debería de prefigurar en su propio seno la sociedad que se proyecta en el discurso. Es decir, si se pretende democratizar la sociedad, abatir la corrupción, etc., es necesario empezar por cambiar uno mismo, pues no sólo ese el cambio que está más al alcance de la mano, sino que es señal de congruencia y genera confianza. Sin embargo, nada hay más difícil de cambiar que el comportamiento humano, pues como decía Albert Einstein, “es más fácil trasformar un átomo que un prejuicio” (o un hábito). Paradójicamente, lo que menos cuesta en términos de dinero como la voluntad, es lo más difícil de lograr.
De este modo, si pensamos desde una perspectiva de la izquierda democrática que el socialismo que tenemos más a la mano es el de socializar el poder, empoderar a las masas, a las bases, a la sociedad, hacer efectivo en uno mismo el principio “mandar obedeciendo”; entonces un partido de izquierda que aspire al poder para realizar una transformación profunda a favor del pueblo, deberá decantarse por impulsar e implementar una democracia participativa (directa e indirecta) que saneé la democracia representativa y rompa con la corrupción que lacera a la sociedad, pues su abatimiento o reducción a su mínima expresión es una condición indispensable para construir una sociedad más justa y más libre. Sin embargo, es necesario predicar con el ejemplo.
(Luque2009@gmail.com)