La prominencia del mal
César Ricardo Luque Santana
El estudio sobre el bien y el mal es un problema central en la filosofía siendo estudiado por ella a través de la ética. Ello se debe a que la moral y lo inmoral son privativos del hombre, mientras que el resto de los seres animales son amorales. Por ello, Aristóteles decía que el ser humano es capaz al mismo tiempo de las acciones más sublimes y más brutales, de hacer el bien y de hacer el mal, aseveración que podemos constatar a lo largo de la historia, particularmente en lo relativo a la maldad, asunto que abordaré líneas más adelante.
Volviendo a Aristóteles, él decía además que la responsabilidad de un individuo (o de una institución o colectividad) por sus acciones o conducta, existe o es imputable desde el momento en que se demuestra que tienen capacidad de distinguir entre el bien y el mal. Por ejemplo, durante los juicios de Nuremberg donde se juzgó a mandos altos y medios de los nazis por los crímenes de guerra cometidos por ellos durante la Segunda Guerra Mundial, no les valió como argumento de defensa que hubieran aducido haber cumplido con “órdenes superiores” como un intento para eximirse de su responsabilidad personal, precisamente porque eran conscientes de la diferencia entre el bien y el mal.
Para Platón, nadie es malo voluntariamente pues el mal es producto de la ignorancia. Según él, todos aspiramos al bien o lo bueno, pero a veces éste es confundido con los placeres corporales, la riqueza o los honores. La auténtica felicidad en cambio –según su perspectiva- consiste en cultivar la virtud, lo que significa que la verdadera felicidad es de carácter espiritual. Ahora bien, a la virtud se llega mediante el conocimiento, buscando la verdad y siendo congruente con ella. La vida intelectual está ligada a un comportamiento regido por la verdad, porque quien obedece a la razón puede controlar sus instintos, impulsos y apetencias.
Platón concibe al hombre como dotado de alma, la cual es sinónimo de vida pues es lo que anima al cuerpo. El alma la divide en tres partes: la razón, las emociones y los placeres. La parte principal del alma es la razón, la cual permite al hombre acercase a la divinidad, de ahí que el alma en este sentido sea identificada con la mente. El alma es concebida entonces como un puente entre el mundo de las ideas y el mundo sensible. El primero constituye la realidad suprasensible; la segunda es copia o imitación de la primera, por ello, si bien su idealismo es una evasión del mundo en la medida en que la meta es alcanzar una perfección o ideal, no significa una renuncia al mundo material, no sólo porque éste es una copia del mundo ideal y por tanto contiene algo de él, sino porque la persona puede alcanzar cierto estado de perfección aún dentro de los límites de su mortalidad. Es como poder tener un pedazo de paraíso celestial en la vida terrenal, por decirlo en un lenguaje religioso.
Resulta interesante también el tratamiento que San Agustín (s. IV a. C.) le dio al bien y el mal desde la perspectiva del cristianismo. Es sabido que él se convirtió al cristianismo a partir del planteamiento de Platón donde se considerar al mal como una privación del bien, lo que significa de entrada que el bien es absoluto mientras que el mal es relativo. Esta interpretación le permitió a san Agustín justificar la existencia del mal eximiendo a Dios de toda responsabilidad. De este modo, salió al paso a los detractores del cristianismo que planteaban como contradictoria la creación del mundo por Dios en el sentido de que si éste era perfecto, cómo podría explicarse el mal, esto es, cómo un Ser perfecto podría crear algo imperfecto. Siendo el mal una privación del bien y por ende un comportamiento con un valor relativo, la creación divina estaba a salvo, además de que mediante el libre albedrío, el hombre podría escoger entre el bien y el mal. Dicho de otro modo, no tendría sentido hacer el bien donde todos fueran buenos, pues ser honrado donde todos los son no es meritorio, pero si es digno de encomio donde lo que prevalece es la corrupción. Hacer el bien, según estos preceptos religiosos, no es sin embargo algo valioso en sí mismo porque está en función de una recompensa espiritual futura. En efecto, se predica a los adeptos del cristianismo que el mundo es un valle de lágrimas y que la verdadera felicidad está en el paraíso celestial. Todos son iguales a los ojos de Dios, pero a los pobres se les inculca la mansedumbre, aceptar la injusticia, con la esperanza de una recompensa eterna de ultratumba.
Pese a estos discursos, la prominencia del mal ha sido superior al bien indudablemente. Las atrocidades cometidas por unos seres humanos en contra sus semejantes, son una constante que nos ha acompañado a lo largo de la historia y que no ha sido superado con los avances de la civilización, pues el progreso científico y tecnológico no se ha traducido en un progreso moral de la humanidad, ni tampoco ha llevado a una equidad social que es la base de la justicia y que seguramente reduciría la maldad a su mínima expresión.
Así, no obstante los avances en materia de derechos humanos del presente, particularmente en el plano de la conciencia del imaginario colectivo, seguimos a estas alturas de la historia atestiguando crímenes de lesa humanidad que por desgracia suelen ser cometidos principalmente por determinados Estados quienes son los principales violadores de los derechos humanos, ya que su capacidad de hacer daño a los demás, es mayor que la de cualquier grupo de delincuentes o maleantes individuales.
La reciente denuncia sobre los monstruosos experimentos realizados por el gobierno de los Estados Unidos en complicidad con el gobierno de Guatemala a mediados de los años 40, es una muestra de la maldad de un gobierno, que para este caso no nos resulta sorprendente aunque si indignante. De hecho, se pueden mencionar muchas otras actividades ilícitas e inmorales cometidas en diversas ocasiones por el imperialismo estadounidense (que se jacta de ser el país más democrático, libre y respetuoso de los derechos humanos), contra otros pueblos del mundo. Sin embargo es importante recoger primero brevemente lo que pasó en Guatemala para poner las cosas en perspectiva.
La investigadora estadounidense Susan M. Reverby -especialista en historia de la medicina- fue quien realizó la denuncia como parte de sus hallazgos, los cuales revelan que hubo una investigación auspiciada por el gobierno de los Estados Unidos donde se expuso como conejillos de indias a diversas personas, entre prisioneros comunes, enfermos mentales y otros, a contraer sífilis y gonorrea con el propósito de estudiar los efectos de la penicilina y otras curas alternativas en estas enfermedades. La estrategia consistió en enviar prostitutas infectadas para que contagiaran a los presos mediante las relaciones sexuales, llegando Incluso a contagiar deliberadamente a prostitutas sanas colocándoles la bacteria en el cuello uterino. El resultado fue de miles de inocentes sacrificados sin justificación alguna.
La Agencia de Inteligencia Americana –mejor conocida por sus siglas como la CIA- ha utilizado muchas veces este tipo de prácticas para propósitos siniestros. Naomi Klein, investigadora canadiense, mediante su obra “La doctrina del shock” y a través de otros estudios similares, ha documentado en forma objetiva los métodos perversos que en diversos momentos de la historia esta instancia de espionaje y de terrorismo del gobierno estadounidense ha empleado para someter o dañar a sus enemigos, desde experimentos psiquiátricos contra disidentes o ciudadanos inocentes, hasta el empleo de armas bacteriológicas, sin dejar de lado sus conocidos pactos con gánsteres y otros criminales para socavar gobiernos legítimos de otras naciones, como ocurrió en Nicaragua, donde a mediados de los años 80 se financió con la ilegal venta de armas a Irán –entonces en guerra contra Irak- a la contrarrevolución, y de forma perecida ha actuado contra otros países latinoamericanos y de otras latitudes para someterlos y robarles sus recursos naturales como ha sucedió recientemente con la invasión a Irak. Hay que recordar entre esas atrocidades, el uso de un gas letal llamado “agente naranja” contra el Vietcong, la población civil y los ecosistemas de Vietnam, así como los daños con químicos y plagas a la agricultura cubana durante los primeros años de la Revolución, sin obviar otras actividades abiertamente terroristas harto conocidas.
La prominencia del mal sobre el bien ha sido la constante de toda la historia hasta nuestros días, patentizándose en crímenes de todo tipo, algunos en gran escala como las matanzas en masa de población civil inerme, otros aparentemente menos graves pero igualmente dañinos como la corrupción y la impunidad que lacera a nuestras sociedades, y otros menores y aislados de psicópatas y delincuentes comunes, etc. Los casos de maldad son tantos y tan diversos que es prácticamente muy difícil hacer un inventario: pederastia, trata de personas, tráfico de drogas, secuestros, robos, tortura, peculado, extorsión, abusos, injusticia, manipulación, etc.
No basta desde luego constatar la prominencia de la maldad como un hecho indubitable, sino que es necesario explicar sus causas, siendo la injusticia social la principal de ellas. No es casual que la mayoría de las teorías políticas se fundamenten en una antropología negativa del hombre, aunque personalmente no comparto la tesis de que el hombre sea malo (o bueno) por naturaleza, sino que la maldad es en gran medida una construcción social y por tanto hay que verla como una condición socio-histórica y no como una fatalidad.