Sin embargo, en el Guggenheim de Bilbao existe un fondo permanente y uno de los espacios que más me interesa -y que no deja de sorprenderme una y otra vez- es la sala dedicada al escultor estadounidense Richard Serra, y de él quiero hablar en este post.
Serra trabaja con grandes piezas de acero oxidado al que da formas geométricas y con las que crea curiosos laberintos gigantes. En esa sala del museo hay seis de ellos. Uno entra, mira hacia un lado y hacia el otro, camina un poco por la sala hasta que, como quien no quiere, se fija en otros paseantes que entran y salen de las enormes piezas, que aparecen y desaparecen por los intricados laberintos de acero.
Antes de emitir el juicio definitivo, el visitante imita, curiosea, se deja ir, vence la separación respetuosa que suele haber siempre entre el espectador y la obra de arte. Y es en este momento cuando, al pasar entre paredes inclinadas que dejan apenas espacio para caminar normalmente, tienes que arrimarte al acero para dejar pasar a otra persona que viene en sentido contrario, o sientes un ligero mareo por la inclinación de las paredes sobre la cabeza, o te fijas en el eco de los pasos, las voces, las risas... hasta que llegas al ágora, al centro de la escultura, donde el espacio se abre, donde respiras y te encuentras con otros visitantes que se ríen, que comentan, que muestran sus emociones.
Este tipo de experiencias resultan útiles por su aplicación a la dinámica de grupos o a la gestión de personas y la resolución de conflictos. Fieles a la filosofía ubuntu, hay que recordar que suele haber más cosas que nos unen que cosas que nos separarn, y empezar por las que nos unen suele ser una buena manera de iniciar un diálogo (y, por tanto, la posibilidad de cambio).