Desde principios del nuevo siglo asistimos a una serie de eventos que, en paralelo al fenómeno del calentamiento global, están diseñando un nuevo escenario geopolítico en la región del Ártico que abre numerosas oportunidades pero también riesgos. La existencia de grandes cantidades de hidrocarburos y otras riquezas en su subsuelo, así como la cada vez más cercana apertura de nuevas rutas comerciales marítimas permanentes ha provocado que en los últimos años los estados árticos hagan valer cada vez más sus intereses en la región, no solo a través de la diplomacia sino también de la actividad militar y de la creación de políticas de defensa específicas. El número de ejercicios y de expediciones militares en la región se han incrementado de manera alarmante en los últimos diez años, a menudo con episodios de tensión que no hacen más que recordarnos el peligro potencial que supone una escalada regional de carácter hostil con numerosos actores implicados, entre ellos países con un estatus de potencia y con fuertes intereses regionales.
Una aproximación histórica regional: Guerra Fría y siglo XXI
El Ártico constituye la región más al norte del planeta, estando situada en el Polo Norte y cubriendo una extensión aproximada de un 8% de la superficie terrestre. Engloba tanto el océano homónimo como partes importantes de Suecia, Finlandia, Islandia, Estados Unidos (Alaska), Rusia, Canadá, Dinamarca (Groenlandia) y Noruega, si bien solo los últimos cinco países poseen territorios propiamente soberanos en el Océano Ártico. Éstos vienen a constituir lo que se conoce como los “Arctic Five”, un pequeño grupo reticente a permitir injerencias de terceros países en la región y que hasta hace recientemente poco colaboraban estrechamente para mantener un cierto monopolio de intereses comunes en el Ártico. Pero no siempre fue así. Con la polarización del sistema internacional en torno a las dos superpotencias surgidas tras la Segunda Guerra Mundial, la región pronto se convertiría en otro teatro más de la Guerra Fría.
Para Estados Unidos, el Ártico cobró una importancia logística vital de la noche a la mañana. No solo el territorio de Alaska era colindante con la región del Lejano Oriente ruso, con todas las implicaciones geopolíticas que ello conllevaba, sino que el Océano Ártico se había revelado en pleno apogeo de la Segunda Guerra Mundial como una nueva ruta de transporte alternativa (la llamada ruta “ALSIB”) entre el territorio norteamericano y Eurasia. Para la Unión Soviética, el Ártico era de especial importancia para su marina de guerra, especialmente como ruta de conexión directa entre sus dos flotas más importantes: la del Norte –localizada en Murmansk– por un lado, y la del Pacífico –con base en Kamchatka y Vladivostok– por el otro. Durante décadas, ambos países invirtieron enormes recursos en el desarrollo de sus respectivas capacidades disuasorias en la región, desde radares de alerta temprana hasta emplazamientos de misiles intercontinentales. Sin embargo, la militarización del Ártico no corrió únicamente a cargo de las dos superpotencias enfrentadas, sino que también se hizo extensivo a los aliados “árticos” de Estados Unidos e integrantes de la OTAN, como Dinamarca, Noruega o Canadá, que también promovieron –en cooperación con Washington– la construcción de radares y sistemas de alerta temprana en zonas tan recónditas como Groenlandia o el helado norte canadiense.
Por otro lado, las peculiares condiciones naturales del Ártico –con áreas permanentemente cubiertas de hielo–, también fueron explotadas desde un punto de vista militar. Buena parte de las patrullas marítimas de los submarinos estratégicos tanto soviéticos como estadounidenses se realizaban –y se siguen realizando– dentro del Círculo Polar Ártico, aprovechando las capas de hielo marginal para evitar ser detectados y utilizando las profundas aguas del océano Ártico para permanecer ocultos durante semanas o incluso meses. No es de extrañar pues, que los soviéticos operaran la mayor parte de su flota submarina nuclear entorno a la base naval ártica de Severomorsk, cercana a Murmansk.
Sin embargo, con el final de la Guerra Fría y la desaparición de la Unión Soviética a principios de los años 90, la actividad militar en la región del Ártico también se redujo considerablemente. Por un lado, Rusia, la principal sucesora de la URSS, tuvo que hacer frente a serias dificultades económicas y sociales que durarían hasta el final de la década, impidiéndole mantener el costosísimo y sobredimensionado aparato militar heredado del Estado soviético. Esto se tradujo en una infrafinanciación que afectaría a todas las ramas de las fuerzas armadas, siendo posiblemente la fuerza naval la más afectada –y también la que más recursos absorbía– de todas ellas. De esta forma, una buena parte de la flota submarina nuclear y de superficie de las flotas del Norte y del Pacífico fue dada de baja, a la vez que las patrullas nucleares eran reducidas a casi cero. Estados Unidos y sus aliados árticos, como Canadá, también redujeron considerablemente sus presupuestos de defensa, mientras que numerosos radares de alerta temprana eran dados de baja en el Ártico canadiense –operados conjuntamente con Estados Unidos–, en la llamada Línea DEW.
Con el relajamiento de las tensiones geopolíticas en la región, surgió espacio para la construcción de un nuevo paradigma político en el Ártico basado en marcos institucionales que facilitaran la cooperación entre los distintos estados ribereños. El año 1987 vería el primer paso en esa dirección, en pleno deshielo de las relaciones entre Washington y Moscú, cuando Gorbachov pronunció un discurso que vino a conocerse como la Iniciativa de Murmansk. En él se describían una serie de propuestas dirigidas a la desmilitarización del Ártico para convertirlo en una “zona de paz”, estableciéndose también un régimen libre de armamento nuclear en toda la región del norte de Europa y del Ártico, limitándose también la actividad naval en torno al Océano Ártico y en última instancia, promoviéndose el desarrollo de una cooperación transfronteriza en áreas como la exploración científica, la protección medioambiental o el transporte marítimo.
A pesar de que la mayor parte de estas iniciativas nunca se hicieron realidad, la cooperación en diversos campos relacionados con el Ártico acabó cristalizando durante los años 90 y principios del nuevo siglo, siendo la creación del Consejo Ártico en 1996 posiblemente el mayor éxito de todos. Este foro intergubernamental, integrado por un reducido grupo de países –ocho, todos ellos con territorio soberano dentro del Círculo Polar Ártico– ha sido desde entonces el principal encargado de promover la cooperación y la coordinación de intereses mutuos entre sus estados miembros. Sin embargo, y a pesar de que la importancia geopolítica de la región pueda haber disminuido considerablemente desde el final de la Guerra Fría, el Ártico sigue manteniendo su importancia estratégica debido a diversos factores que se señalarán en el siguiente apartado. Esto es algo que sencillamente escapa al propio Consejo Ártico, y consecuencia de ello hemos asistido durante la última década a un resurgimiento de ciertas tensiones acompañadas de actos unilaterales por parte de la mayoría de sus estados miembros, especialmente de aquellos que conforman los “Arctic Five”.
Rutas y reclamaciones marítimas, recursos naturales y disputas territoriales
Con el progresivo aumento de las temperaturas durante el último medio siglo, el Ártico se está revelando como una de las regiones más afectadas del planeta y que más preocupa a los expertos. La disminución de la capa de hielo ártica, más allá de suscitar una preocupación medioambiental, implica una mayor accesibilidad a la actividad humana, tanto civil como militar. Por primera vez, en el año 2009 dos mercantes alemanes –debidamente acompañados por rompehielos– fueron capaces de transitar la Ruta marítima del Norte desde Vladivostok hasta Rotterdam. Desde entonces varias travesías comerciales más se han sucedido. En un futuro no muy lejano, Europa y Asia dispondrán de una ruta libre de hielo durante todo el año que acortará considerablemente la tradicional ruta por el Canal de Suez. Ello, lógicamente, tendrá importantes consecuencias tanto logísticas como económicas.
Además, el deshielo del Ártico está abriendo nuevas posibilidades a la explotación de sus enormes recursos naturales, especialmente de los hidrocarburos. Estudios recientes señalan que la región podría llegar a albergar hasta el 25% de las reservas mundiales sin descubrir de petróleo y gas, un botín que ha desatado una nueva fiebre por el oro negro no solo entre los países ribereños, sino también entre potencias industriales periféricas como China, Japón o Corea del Sur, que aspiran a poder acceder a esos recursos. Por ello, no es de extrañar que actualmente los estados árticos estén tomando medidas para incrementar la exploración en la región, como los planes rusos para la expansión de la producción de petróleo al Mar de Pechora o los acuerdos entre Washington y la multinacional Royal Dutch Shell para perforar en el Mar de Beaufort. Las perspectivas económicas que todos estos recursos –probados y por descubrir– ofrecen han sido uno de los principales motivos de desacuerdo entre las naciones del Consejo Ártico, pero no el único.
Las disputas territoriales y las reclamaciones marítimas entre sus miembros también han sido fuente de tensiones y el origen de muchas de las acciones llevadas a cabo para reafirmar sus respectivas zonas de soberanía en la región. En el 2001 Rusia fue el primer país en hacer una reclamación bajo la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (UNCLOS, en sus siglas en inglés) concerniente a la cresta de Lomonosov, una dorsal oceánica que motivó una expedición en el año 2007 para probar que era una extensión de su plataforma continental. En los años posteriores, Canadá y Dinamarca hicieron reclamaciones similares, argumentando los tres países que la cresta es una extensión geográfica de respectivas partes de su territorio soberano. Las razones no son superfluas, ya que más allá de los recursos energéticos que contiene esa zona su control es eminentemente estratégico al permitir un control directo sobre la Ruta marítima del Norte. Por otro lado, existen disputas entre Canadá y Estados Unidos sobre el estatus del Paso del Noroeste, otra ruta marítima que bordea Norteamérica conectando los estrechos de Davis
(océano Atlántico) y de Bering (océano Pacífico). Ottawa reclama estas aguas como propias, mientras que Washington –así como otros actores como la Unión Europea– las considera como aguas internacionales. Existen también fricciones más puntuales sobre el estatus del archipiélago noruego de las islas Svalbard, sujeto a un peculiar tratado que data de 1920 (Tratado de Svalbard) con 39 países signatarios, así como algunas disputas entre Rusia y Estados Unidos sobre el estrecho de Bering o entre Canadá y Dinamarca en torno a la isla de Hans.
La militarización del Ártico y sus límites
De esta manera, el incremento de la importancia estratégica de la región se está traduciendo, especialmente para los llamados “Arctic Five”, en una serie de políticas y estrategias multidimensionales enfocadas a ejercer la soberanía sobre sus respectivos territorios situados en el Círculo Polar Ártico, así como reforzar sus propios intereses de seguridad nacionales. A pesar de que a día de hoy el riesgo de conflicto real es reducido, la inversión militar en el Ártico ha venido reforzándose desde hace aproximadamente una década –desde la expedición polar rusa en el año 2007–, y ha venido acompañada por el diseño de políticas de defensa específicas para el Ártico por parte de Estados Unidos, Canadá o Rusia.
Ésta última ha sido probablemente la más activa aprovechando el enorme crecimiento económico del país y los altos precios de los hidrocarburos durante la década del 2000, factores que le han permitido lanzar un programa de modernización de sus Fuerzas Armadas y retomar una política exterior más firme. Después de la ya citada expedición del 2007, en la cual se colocó una bandera rusa en el fondo marino, Moscú ha realizado una importante inversión económica en reestablecer una presencia militar tanto en tierra, aire y mar. Se han reactivado y modernizado antiguas bases aéreas soviéticas abandonadas, acompañándolas de radares de alerta temprana y sistemas de defensa antiaérea, mientras que la infraestructura regional se sigue reparando y ampliando. Ese mismo año también se reactivaron las patrullas aéreas regulares sobre el Ártico por parte de la flota de bombarderos estratégicos (Tu-95, Tu-160 y Tu-22M3), protagonizando algunas imágenes propias de la Guerra Fría. Las patrullas marítimas en la región también se retomaron, reflejo de la mejora de las capacidades de la flota del Norte y de la flota de rompehielos del país, la más numerosa del mundo. En el 2013 se llevó a cabo además la primera operación de asalto anfibia de la región como parte de un ejercicio militar mayor que involucró a 20.000 soldados, y solo un año después un grupo naval de 10 buques de la flota del Norte partió desde su base en Severomorsk hasta las Islas de Nueva Siberia en misión de reabastecimiento y aprovisionamiento de materiales para la reapertura de una antigua base militar soviética.
Junto a Rusia, Canadá ha sido otro de los protagonistas principales del Ártico en los últimos años. Desde el 2007, ha llevado a cabo ejercicios anuales de entrenamiento bajo el nombre “Operation Nanook”, diseñados para proteger y mejorar sus capacidades dentro de sus fronteras nacionales árticas. También ha realizado importantes inversiones tanto en la adquisición de nuevos rompehielos y patrulleros árticos como en la construcción de una base naval en la Isla de Baffin, en el extremo nororiental del país. Por otro lado, existen planes para la adquisición de nuevos sistemas de vigilancia –incluyendo satélites y sistemas submarinos–, demostrando de esta forma la voluntad de Ottawa en disponer de una capacidad permanente de monitoreo de los movimientos foráneos en aguas árticas.
Los países nórdicos de los “Arctic Five”, es decir Dinamarca y Noruega, tampoco se han quedado atrás en esta tendencia. Las nuevas fragatas de la marina danesa –capaces de operar sin problemas en aguas árticas– han sido utilizadas intensamente en el patrullaje de las aguas territoriales de Groenlandia en los últimos años, además de desplegarse de nuevo en la isla varios cazabombarderos para misiones de vigilancia. En total, Copenhague ha invertido cerca de 200 millones de dólares en los últimos cinco años en el reforzamiento de sus capacidades militares en la región, además de planearse la creación de una Fuerza de Respuesta Ártica de manera temporal. Noruega por su parte también ha construido una pequeña flota de patrulleros y fragatas altamente capaces de operar en aguas árticas, además de ser el país anfitrión de los ejercicios militares bianuales “Cold Response” en el marco de la OTAN, dirigidos a mejorar las capacidades operacionales de la Alianza en el Ártico.
Paradójicamente, el país menos activo de los “Arctic Five” ha sido Estados Unidos, que no ha podido –o no ha querido– realizar las modernizaciones pertinentes en sus fuerzas armadas para ser capaces de operar a todos los niveles y sin problemas en el Ártico. Su Guardia Costera, por ejemplo, cuenta con tan solo cinco rompehielos frente a los 7 de Canadá o los casi 40 de Rusia. Sin embargo, su flota submarina sí dispone de la capacidad para operar en el Ártico, de la misma forma que sus nuevos cazas F-22 desplegados permanentemente en Alaska, activos que al fin y al cabo da a Washington cartas en el juego político ártico.
Sin embargo, y a pesar del incremento generalizado de las capacidades y operaciones militares en la región, éstas siguen siendo aún limitadas, especialmente debido a las duras condiciones climáticas y a la aún casi inexistente infraestructura disponible. La mayoría de ejercicios militares, como los citados “Nanook” y “Cold Response”, se siguen desarrollando durante los meses de verano, y aún incluso con la ayuda de rompehielos la travesía del grupo naval ruso del año 2013 se realizó en condiciones meteorológicas ideales y navegando en todo momento cerca de la costa. Las adquisiciones de nuevos buques y rompehielos también ha sido para algunos estados árticos un camino lleno de dificultades financieras, con sobrecostes y retrasos. En el caso de Estados Unidos, el viraje de su política de defensa hacia el Pacífico Occidental en los últimos 10 años ha tenido consecuencias presupuestarias importantes sobre su estrategia de defensa ártica, dejando claras cuáles son las principales preocupaciones y prioridades geográficas de Washington.
Retos y oportunidades en el futuro cercano
A pesar de que el riesgo potencial de conflicto pueda aumentar en los años venideros, las relaciones entre los estados árticos se han caracterizado hasta ahora más por la cooperación que por el enfrentamiento. Por ejemplo, y a pesar de la existencia de reclamaciones marítimas y disputas territoriales, los estados árticos miembros de la OTAN han demostrado en todo momento un compromiso firme por cooperar en beneficio de los intereses comunes de la Alianza, como la utilización conjunta de bases aéreas y navales en el Ártico. Por otro lado, Rusia y Noruega también han alcanzado acuerdos que denotan una evidente cooperación regional, como la delimitación del mar de Barents en el año 2010. Ello no quita que cualquier cambio en los intereses de alguno de los estados árticos –o incluso de algún estado no-ártico– pueda cambiar las respectivas percepciones del resto entorno a las oportunidades económicas, comerciales o estratégicas que ofrece la región. El actual proceso de militarización del Ártico ofrece, más allá de posibles riesgos y desafíos, una serie de oportunidades que el sistema internacional –y sobre todo los actores estatales implicados– deberían saber aprovechar. El establecimiento de unidades militares y la inversión en infraestructuras y centros logísticos puede ser altamente útil en situaciones de emergencia medioambiental, misiones de búsqueda y rescate o como apoyo logístico a las incipientes rutas marítimas árticas. Sin embargo no estamos ante una tarea fácil: la territorialización de la región y el persistente y tradicional dominio en el sistema internacional de la balanza de poderes pueden poner en serio peligro los avances en materia de cooperación e integración de los últimos veinte años, un reto al que los principales líderes regionales deberán saber dar respuesta.