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Hace algunas semanas decidí evadirme de mi condición de periodista, y empezar a no comentar, escribir o compartir cosas relacionadas con la actualidad (sobre todo porque ya no lo hago para ninguna cabecera, sino en mis propios medios: redes sociales, blogs, etc). Llevo en paro casi dos años. Cualquier cosa de la que opinaba, ya de una manera crítica ya sólo informativa, era criticada duramente por unos o por otros.Que me critiquen no está mal, sólo que la crítica no se ha vuelto contra las ideas, sino contra mi persona.
Mi visión de la realidad, esa por la que en algún momento alguien pensó que era un buen periodista, creo que está siendo contraproducente en mi camino hacia un puesto de trabajo. Me autocensuro (y mira que me duele).
Me pasa algo parecido con el fútbol, y hasta con la religión. En este país se ha llegado a un punto de no retorno en el conmigo o si mi, tanto que es peligrosísimo hasta mirar hacia el exterior so pena de ver algo que no debas, o verlo como no debas.
Mientras, como hace casi 80 años todo en España se está tiñendo de una monocromía brutal, o eres blanco o eres negro, o rojo o azul. No hay intermedios, no hay gamas, no se permiten disidencias. Algo ha convertido a la mitad de nuestros paisanos (inluido yo) en un ejército contra la otra mitad. En ejércitos violentísimos cargados de rencor y ‘retrancas’.
No puedo sustraerme a lo que pasa. Por eso soy periodista. Pero, desgraciadamente, no me queda más remedio que callar lo que pienso, escribirlo y condenarlo a lo más profundo de mi Moleskine o mi disco duro. Al menos hasta que pase esta fábula absurda que en lugar de, a través de su moraleja, hacernos más tolerantes nos está convirtiendo en rígidos títeres.