En el primer tiempo Riquelme casi no participó. Fue testigo de un Santamarina decidido y con ganas de jugar el partido de sus vidas. Ordenó y le indicó una y otra vez a Ervitti y a Rivero que se abrieran y jugaran cerca de las puntas. Sin embargo, cuando él tuvo la pelota estuvo errático y Acosta, un cinco de mucha marca y escasa salida, se encargó de incomodarlo.
En el complemento, la situación varió por el ingreso de Chávez y el retroceso del conjunto tandilense en el campo de juego. Riquelme optó por ubicarse más cerca de los delanteros y dejar la creación en los pies del Pochi y los volantes. Buscó algunos pases entre líneas y cambios de ritmo, aunque tampoco repercutió en el desarrollo del juego.
Apenas quedó como propina para el público salteño un gran centro para el cabezazo de Roncaglia. Una vez más, Román hizo muestra de su calidad y le puso la pelota en una posición ideal para que el central reconvertido en lateral ponga el empate que sería final.
A pesar de su fastidio por los noventa minutos, desde los doce pasos no dudó y abrió el camino de lo que sería el triunfo 4-3 por penales. Aburrido, falto de ritmo, Riquelme fue una vez más, la bandera de Boca. Con el correr de los días, los partidos y motivaciones, seguramente el panorama mejore. Mientras tanto, los fuegos artificiales quedan en humo.