Riviera Maya 2013/I

Publicado el 02 abril 2013 por Diezmartinez


El Cuarto Desnudo (México, 2013), segundo largometraje documental de Nuria Ibáñez (La Cuerda Floja/2009, no vista por mí), permanece durante la mayor parte de su tiempo entres las cuatro paredes de un consultorio pediátrico-psiquiátrico. El lugar es el Hospital Psiquiátrico Infantil Juan N. Navarro y los pacientes son niños y adolescentes que viven en perpetua ansiedad, que han intentado el suicidio, que se ven confundidos por su apenas asumida identidad sexual, que dicen escuchar voces, que prefieren vivir en la calle, que golpean a su familia porque eso es lo que han aprendido, que se rebelan ante la autoridad paterna en la manera más elaborada y escatológica posible, que se cortan y automutilan para sentirse "más vivos". Se trata de una docena de pacientes -niños y adolescentes, hombres y mujeres- que asisten a consulta solos o con sus padres, una docena de pequeñines y jovencitos que representan una parte oscura, mal-tratada, del infierno/paraíso familiar mexicano.  La directora Ibáñez muestra un control claro del tema y de su puesta en imágenes: estamos ante una cuarentena de piezas visuales documentales en las que los doce pacientes hablan -o, a veces, se quedan callados, mirando fijamente quién sabe hacia dónde- ante el o la psiquiatra, quienes los interrogan sobre sus deseos de  muerte, sobre su incapacidad para la vida, sobre sus relaciones -o la falta de ellas- con sus padres y hermanos, sobre las voces que escuchan o sobre sus impulsos violentos y/o de automutilación y/o escatológicos que encuentran imposible de resistir ("No controlo mis energías", dice un articuladísimo niñito ingobernable). La cámara de Ernesto Pardo permanece muy cerca de los pacientes, en plano medio o primer plano, en un ángulo nunca intrusivo, y cada toma (que, en total, acaso habrán pasado de 50) se sostiene, generalmente, hasta el final de cada episodio, con un encuadre fijo que apenas si se permite un paneo o, de manera extraordinaria, seguir fuera del consultorio alguna acción clave: un niño al que le van a colocar un odiado brazalete, dos jovencitas que son llevadas en silla de ruedas.  No vemos jamás a los médicos o a las enfermeras -y apenas en una ocasión a la mamá de una muchacha esquizoide/suicida o a la de un adolescente que se ha asumido como bisexual-, porque lo que le interesa a Ibáñez son las miradas, los llantos, los reclamos, los silencios, de cada uno de los jóvenes pacientes, que pueden pasar del resentimiento más feroz a la vulnerabilidad más conmovedora, de la más sorprendente seguridad (ese niño que le dice, muy seriamente al psiquiatra, "No tengo respuesta", cada vez que es interrogado para que explique la razón de por qué hace lo que hace) a la incapacidad de articular un par de palabras, de la necesidad apremiante de amor (los tres deseos de un niño tienen que ver sólo con ser querido y que en su familia todos se quieran) a la confesión directa de cómo se aprendieron en casa los códigos de la violencia más cruda. El largometraje documental de Ibáñez resulta agotador, con todo y que pasa solamente de los 60 minutos. La imagen última, de la jovencita Ariadna, llevada en silla de ruedas ¿a su internamiento?, tiene un regusto de fracaso. No de esta notable película, por supuesto, sino del escenario terrible que retrata: este mosaico oscuro, desconocido, formado por innumerables patologías infantiles/juveniles, nacidas, desarrolladas y alimentadas en el seno de la familia mexicana de nuestro tiempo.