Entre el cotidiano devenir de las recetas impregnadas de tradición y olor a familia y los experimentos con técnicas o combinaciones más osadas, siempre dejo un espacio para abrir la cocina a los grandes clásicos. Del mismo modo que entre las lecturas que jalonan los días, técnicas unas, actuales otras, de vez en cuando alojo en ese espacio de la mesilla de noche a Juan de Mairena, Ana Ozores, Aureliano Buendía, Macbeth o Ulises, que si bien está el cotidiano sustento y el gusto por la novedad, no menos alimento supone la maestría consagrada.
Grandes clásicos que, por cierto, casi han desaparecido de las cartas de los restaurantes. Salvo en contados establecimientos, generalmente en grandes capitales, es difícil encontrar un tournedó Rossini, un lenguado meuniere, un pescado a la Chambord, una liebre a la royale o cualquier otra de las preparaciones que se ganaron su sitio en el Olimpo gastronómico. Son bienvenidas la experimentación y las nuevas tendencias culinarias, pero un rinconcito de la carta bien podría reservarse a estos añorados platos.
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Tanto repugnó a Larra lo vivido en el convite que refiere en El castellano viejo que, caso de volver a pasar por tal experiencia, se impone como penitencia privarse de sus más apreciados manjares. No oculta su gusto afrancesado, mas encabeza la lista con un británico roastbeef.
Y no es de extrañar que entre los refinados gustos de D. Mariano José tuviese lugar preeminente este asado concebido en las cocinas inglesas, pues pocas preparaciones hacen tanto honor a las excelencias de la carne de vacuno.
Recetas de rosbif (la Real Academia recoge en su diccionario la forma castellanizada del término inglés) hay muchas aunque todas coinciden en su esencia: un asado de una pieza de vacuno bien tostado por fuera y rosado en su interior. Hay versiones que tienden a cocinarlo más y otras que rozan la crudeza, yo me inclino por estas últimas, aunque nunca dejándolo sangrante. Hay recetas que incluyen algunas hierbas o especias y otras que optan por mantener la pureza de la carne. En todos los casos, si la elaboración ha sido cuidada y la pieza la adecuada, encontraremos un bocado tierno, sabroso y respetuoso con las cualidades de la carne.
Y es un rosbif el culpable de esos aromas que impregnan el pasillo y que iniciaban este artículo. Se trata de una de esas veces en que, con la debida reverencia, pongo manos a la obra con un clásico.
La elección de la pieza de carne es el primer paso hacia el éxito del lance. Una vez más ha sido Carnicerías
Hay que decidir si dejar que la carne hable en solitario o que algún aliño en la justa medida acompañe sin restar protagonismo a quien debe tenerlo: opto por una mezcla de aceite de oliva virgen, un poco de mostaza, romero y tomillo. Una vez salada con mesura la pieza de carne y comprimida en una malla, la untamos con la mezcla.
Tras un breve reposo de media hora, en una plancha bien caliente creamos esa costra que será cárcel dorada de los jugos y aromas del retinto y que es quizá la clave de la preparación. Pues, tras el bullicioso crepitar de su paso por la plancha, es la cálida y sosegada reclusión de las esencias de la carne lo que obrará el rosado prodigio.
El horno precalentado y una cocción de unos veinte a treinta minutos por kilogramo de carne hacen el resto. Prefiero los veinte minutos y un poco de reposo en el horno ya apagado. Siempre me inclino por la versión más rosa, más cruda del rosbif, pero es cuestión de gustos.
El cuchillo hiende la pieza y abre un libro sonrosado donde se leen páginas de campo y dehesa. Las hierbas y tostados del exterior son suave prólogo de la ternura y los aromas del retinto. En la copa, un Nadir tinto que durmió cuatro meses en la quietud del roble mezcla sus violáceas frutas con las carnes en una perfecta y equilibrada armonía. Retinto y vino de la Tierra de Barros productos de la tierra de Extremadura para recrear un gran clásico británico.