Robarle a Dios una virtud en un descuido

Por José María José María Sanz @Iron8832016

Cuando ruedo, en algunas ocasiones, soy presa del miedo. Hay poca gente en la carretera y veo que a lo lejos viene un coche. La calzada es estrecha y conserva rastros de todo lo líquido que ha caído hasta ayer mismo. El peralte, más o menos pronunciado, protagoniza mi mirada. Ese coche que viene bien puede distraerse o cambiar su trazada de un volantazo, producto de una discusión o de una risa.

Cuando ruedo, en algunas ocasiones, soy presa del sueño. La preciosa monotonía de la disfuncionada sintonía de la Cabezota acuna mi oído y me sume en un estado de tranquilidad que beneficia a mi ánimo, que se sienta al sol del invierno en un poyo contra la pared de piedra de esa casa de pueblo que se llama bienestar. Y entonces es cuando llega Morfeo a contarme su vida.

Cuando ruedo, en algunas ocasiones, soy presa de la confianza. Nadie viene por aquí ni por allá, el suelo está seco, el sol sienta cátedra y todo funciona en armonía. Las condiciones son estupendas y es entonces cuando un corzo, un lagarto, una serpiente, un caballo, una vaca, un jabalí o unas perdices encuentran su hora de esparcimiento y se plantan en el asfalto.

Son el miedo, el sueño y la confianza tres esencias de mi ser poco motero, de mi ser mal motero. Cuando pienso esto, me pregunto si reconocer que soy un motero malo me hace poco motero. Cuando pienso esto me entran ganas de robarle a Dios una virtud en un descuido.