Robert Graves – Yo Claudio

Publicado el 04 julio 2012 por Jordiguzman

Tiberio Claudio y César Augusto

Augusto hizo de todo para fomentar, a golpe de ley, el matrimonio entre los hombres de familias nobles. El Imperio era muy grande y la aristocracia y las familias de alto rango no daban abasto; el número de funcionarios y oficiales del ejercito que se necesitaban era demasiado grande; y eso que las filas de la aristocracia eran constantemente alimentadas por miembros del pueblo llano. Cuando los hombres de buena familia se quejaban de la grosería de los recién llegados, Augusto contestaba, invariablemente, que había procurado escoger los menos groseros. El remedio dependía de ellos, les decía; solo hacia falta que los hombres y mujeres de alto rango se casasen bien jóvenes y criasen muchos hijos. El creciente descenso del numero de nacimientos y matrimonios entre los individuos de las castas dirigentes se convirtió en una de las obsesiones de Augusto.

Un vez, después de las quejas del Noble Orden de los Caballeros, del cual provenían los senadores, contra la severidad de las leyes que castigaban a los solteros, Augusto los reunió a todos en la plaza del Mercado con el propósito de instruirlos. Una vez reunidos, los dividió en dos grupos, los casados y los solteros. Los no casados eran mucho más numerosos que los casados y los discursos fueron diferentes. Con los solteros se ensañó con toda la furia, los llamo bestias y sinvergüenzas y, arriesgando una estrafalaria figura de dicción, los acuso de asesinos de la posteridad. Por aquellos tiempos Augusto ya era un viejo petulante y cascarrabias, como son todos los viejos que se han pasado la vida al frente de los asuntos. Les pregunto si se figuraban, por alguna extraña alucinación, ser vírgenes vestales. Una vestal duerme sola, cosa que ellos no hacían. Que le explicasen, por favor, por que en lugar de encamarse con una mujer honesta de su mismo rango y hacerle hijos como es de recibo, malgastaban las energías viriles con grasientas esclavas y siniestras prostitutas grecoasiaticas. Y, si tenia que creer los rumores que corrían, en sus juegos nocturnos de cama se apareaban con seres de una repugnante profesión que él no quería ni nombrar, no fuese el caso que reconociendo la existencia en la ciudad, se diese por descontada la admisión. Todo individuo que evitaba sus deberes sociales y llevaba una vida de desenfreno sexual, de buena gana lo condenaría al castigo que se acostumbraba a infringir a la vestal que olvidaba sus votos: lo enterraría vivo.

Robert Graves. Yo Claudio.