El saldo de libros perpetrado bienalmente por La Factoría de Ideas es un acaecimiento matemático, una certeza tan indiscutible como lo es el relevo de las estaciones cada año. Lejos quedan las palabras que el responsable de la editorial, Juan Carlos Poujade, escribiera hace casi cuatro años como contestación a un artículo escrito por Julián Díez en la web Prospectiva.
Las circunstancias de este saldo, que he explicado por activa y por pasiva, son coyunturales. No tienen nada que ver con que La Factoría de Ideas sea una editorial que salde de manera habitual. Ni que haya que esperar más saldos. Probablemente, de hecho, no vuelva a haberlos. Cualquiera que nos haya seguido en los 10 años que llevamos publicando ficción lo sabe.Desde aquello, la editorial ha realizado al menos otras dos operaciones semejantes. Les aconsejo que lean el mencionado artículo, titulado Consecuencias de un saldo, en el que se da un repaso tanto a las causas que pueden motivar semejante estrategia como a los ulteriores efectos perniciosos que ésta tiene para la propia empresa y para el mercado. Si por alguna razón extraña no imaginan cómo afecta esto al cliente, les sugiero que lean la entrada que Nacho Illarregui, ganador el pasado año del premio Ignotus por su artículo sobre la desidia de la editorial Gigamesh, dedicó a ese mismo saldo del año 2009 bajo el ingenioso y harrisoniano título "¡Hagan sitio, hagan sitio!", gritó la Factoría de Ideas. Illarregui muestra una envidiable cualidad visionaria en sus comentarios:
Mi postura les sonará; es la misma que la de ocasiones precedentes. Tengo ganas de leer Brasyl, la nueva novela de Ian McDonald. Me encantaron El río de los dioses y Camino desolación. Pero ¿para qué voy a pagar 21 euros si dentro de dos o, a más tardar, cuatro años la voy a tener a 6? Lo siento por McDonald, que puede quedarse mucho tiempo sin volver a ser editado en España porque no venda lo suficiente. Pero por tonto paso una vez.Cuatro años después, Brasyl, de Ian McDonald, se incluye en el lote saldado a un precio de 3,95 euros, dos menos, incluso, que los predichos en el artículo. Yo, supongo que como muchos, tomé la misma determinación por los mismos motivos, y confieso que me tiemblan las orejillas cada vez que calculo cuánto dinero me he ahorrado estos años. Si después de leer esto deciden ustedes correr a la librería en busca de la ganga perdida, sepan que, además de Brasyl, hay dos libros muy potables: Tiempo de cambios y La torre de cristal. Pertenecen a la mejor época de Silverberg, uno de esos autores de ciencia ficción que merecerían haber obtenido una consideración mucho mayor de la que tienen. Su novela Muero por dentro es, para mi gusto, una de las mejores obras literarias del siglo XX.
David Selig está perdiendo su poder telepático. Sin que nadie lo sospechara, desde que era un niño ha tenido la capacidad de entrar a voluntad en la mente de los demás, y ahora, cercano a los cuarenta, asiste con desesperación a la progresiva decadencia de ese don. Debido a su poder anormal, Selig se sabe un monstruo, un ser asocial a quien su sentido ético tortura en demasía. Piensa que la utilización de su poder es amoral y se castiga a sí mismo con una vida mediocre, a través de la cual busca su redención. Odia y ama su poder al mismo tiempo, y carga sobre éste toda la culpa de su aislamiento hasta el punto de considerarlo un ente aparte. A pesar de su don, es un auténtico loser que no se acepta a sí mismo, ni siquiera cuando encuentra a un semejante, personaje que contrasta llamativamente con él por sus desinhibiciones. Al final, Selig consigue ser normal pagando un alto precio. Deja de ser un dios, pero a cambio consigue la felicidad anhelada. O quizás no, pues la frase final, un prodigio de concisión, apunta hacia algo muy distinto.
La narración describe el desarrollo del proceso y los recuerdos del protagonista con una gran destreza, de tal modo que al final del libro el lector sabe más del propio Selig que él mismo. Novela escrita desde las entrañas, Muero por dentro es un prodigio en el difícil arte de la descripción interior (seguramente la novela más rica del género en lo que a profundidad de personajes se refiere), un detallado estudio, oscuro y pesimista, sobre el sentimiento de pérdida y la resignación como única respuesta viable. Escrita por un Silverberg de edad próxima a la del protagonista, la novela supura desencanto y se abre a posibles paralelismos que parecen apuntar hacia una profunda crisis del autor.
No se puede hablar de influencia de la new wave en esta obra, sino de rendición e integración, lo cual la convierte en uno de sus máximos exponentes. La telepatía, el elemento fantástico de la novela, no importa per se, son sus consecuencias en las personas, en su sentido moral y existencial lo que cuenta, de tal modo que al final nada se sabe, no hay respuestas al porqué de ese poder, sólo existe el cómo. El sentimiento de pérdida tiñe toda la novela, pero también, y sobre todo, el de la soledad del diferente, que ha castigado a Selig desde su nacimiento y que al final parece desaparecer con su don.
El estilo narrativo es extraordinario. Mezcla persona y tiempos verbales en lo que debería ser un caos, pero en realidad, gracias al ritmo de la narración, acaba produciendo un efecto devastador que acerca el estado mental del protagonista al lector con tremenda intensidad. La inclusión de los escritos de Selig apoya aún más la exploración del personaje, incisiva disección de un perdedor trufada de momentos que alcanzan una intensidad hiriente, como por ejemplo el episodio alucinatorio del LSD, la paliza que marca su caída total al abismo o la violación interior de uno de los personajes.
David Pringle, descontento con la amargura que destila la novela, la ve como una revisión de El lamento de Portnoy, de Philip Roth, una de las mejores obras del maestro de Newark. Si bien es cierto que el parecido estilístico está ahí, hay diferencias cruciales. El cinismo y la ironía de la obra de Roth se convierten aquí en autocompasión y amargura. Aun compartiendo la misma sensación de interioridad que logran llevar al lector, Silverberg no deja espacio para el humor, y esa renuencia a otorgar concesiones convierte su obra en puro sacrificio, un ejercicio de signo contrario.
Más allá de los encorsetamientos que marca el género, se puede decir que Muero por dentro es una obra maestra absoluta.
La novela sigue, como si de un diario de viaje se tratara, el recorrido de cuatro jóvenes norteamericanos por la ruta 66 y otras anónimas carreteras comarcales estadounidenses en busca de un monasterio perdido que alberga, según un antiguo manuscrito, el secreto de la inmortalidad. Escrita en primera persona, la narración salta capítulo a capítulo de la cabeza de un protagonista a la del siguiente, de manera que el lector conoce secuencialmente los diferentes puntos de vista de los cuatro. Este drama itinerante, de regusto sureño, disecciona las psiques de sus protagonistas, arquetipos de sus correspondientes procedencias sociales, en un viaje cimentado en la recurrente búsqueda de autoconocimiento adolescente. Silverberg estira la tensión emocional al máximo al proponer un método extremo de acceso a la inmortalidad: dos de los miembros han de morir -suicidio y asesinato respectivamente- para que los otros dos cobren el premio. Semejante propuesta sirve en bandeja al autor la posibilidad de explorar a fondo, una vez más, temas que le son afines, como la búsqueda de integración, la crisis de conciencia y la prevalencia de los demonios interiores.
En el mismo intervalo creativo de Muero por dentro, cima de su obra, Silverberg se mueve aquí a máxima potencia. Impresiona la facilidad con la que penetra en el núcleo moral y psíquico de sus personajes, así como la rotundidad con la que logra exportarlo más allá de las páginas para lograr que un indisimulado estudio de psicología juvenil provoque una voracidad lectora difícil de refrenar. Una historia que en otras manos se habría convertido en un folletín banal de adolescentes se transforma bajo su pluma en una crónica existencialista de la búsqueda de identidad sexual, el rechazo a la muerte y la dependencia del propio origen. Para dar vida a este discurso introspectivo, mezcla tiempos verbales y salta alternativamente hacia el pasado de sus protagonistas, técnicas que estilística y narrativamente aportan vitalidad y frescura a una obra en la que exteriormente no ocurren grandes cosas. Es una novela realizada desde dentro, alimentada por conciencias más que por acciones.
Si sobre la calidad de esta novela nunca se han albergado dudas, sí las hay a la hora de ubicarla en un nicho literario determinado. El motivo se encuentra en la aparente ausencia de elementos del género en sus páginas. Superficialmente, sin duda así es, puesto que esa posible clave de la inmortalidad perseguida por los cuatro protagonistas durante todo el libro no se descubre indiscutiblemente cierta ni siquiera al final de la narración. Sin embargo, todo depende de cuánto tenga el objetivo de quimera y cuánto de real. Sabiamente, Silverberg deja la elección al lector. Si todo es falso, estamos ante una excelente muestra de mainstream literario; si la promesa de inmortalidad se decide cierta, entonces hay que definir El libro de los cráneos como elemento singular e inusualmente intenso de ese cajón de sastre denominado género fantástico, ya que el proceso por el que se llega a la inmortalidad abarca toda la narración. El viaje, la forma de pensar y actuar de sus protagonistas, sus reacciones finales, todo ello, constituyen a la vez fórmula magistral y condición sine qua non para burlar a la muerte: una disciplina vital que conlleva la vida eterna.
Ante la noticia de una próxima versión cinematográfica dirigida por William Friedkin, no cabe mas que preguntarse cómo demonios se puede trasladar a imágenes un libro tan definitivamente introspectivo. Mientras llega la solución, esperemos que Solaris Ficción continúe con algún otro Silverberg inencontrable de su “época fetén” (Julián Díez dixit), uno de los mayores vergeles que haya dado el género en lo que a riqueza literaria se refiere. Por proponer que no quede: ¿tal vez El hombre en el laberinto?
Los textos originales de estas reseñas fueron publicados en los números 32 y 40 de la revista Gigamesh respectivamente.