ROBERT SILVERBERG - La torre de cristal, 2010 (1970)
Publicado el 28 septiembre 2013 por Jorge Vilches
Hace unos días moría Ian M. Banks. Todos los días muere gente. Ya. Es más; hay personas de las cuales nos enteramos que aún estaban vivas porque nos dan la noticia de su muerte. En realidad me pasó una semana antes con Jack Vance. Bueno; lo que quería decir es que al saber que había muerto Banks leí su biografía. ¿Cómo había vivido? Era un escritor de cierta fama en Gran Bretaña, aunque aquí, en este país que a veces parece mirar de soslayo a la cultura, era un absoluto y perfecto desconocido; sí, desconocido, salvo para la irreductible aldea de los escritores y lectores más empedernidos. Banks dedicó su vida a escribir y a su amor, al menos a su último amor, lo que ya es algo. Escribía durante tres meses al año y los otros nueve los dedicaba a otras cosas; porque la vida ofrece tantas cosas... En fin. ¿A quién no le gustaría vivir así? A mí sí, y me ha pasado otra vez al leer La torre de cristal, de Robert Silverberg.La torre de cristal tiene muchas lecturas, evidentemente. A mí la que me ha llegado es
aquella que ve la novela como la convergencia de tres emociones. Por un lado, es una parábola sobre la ambición humana, sus límites y la moralidad que encierra su concepción desmedida. No hay freno ni barrera para el millonario Krug: lo que quiere lo consigue. Si no hay plaza para una derivación –un sistema para introducirse en la conciencia y recuerdos de otra persona- compra la empresa. Si quiere contactar con la más que imposible existencia de vida en una nebulosa construye una interminable torre de cristal; una antena que simboliza la carrera del Hombre por alcanzar metas cada vez más lejanas. En pos del sueño de Krug, del egoísmo ilustrado que dirían los filósofos del XVIII, adelanta la ciencia y con ella progresa la Humanidad. Silverberg, en cambio, nos da una visión negativa y pesimista de ese afán.Otra de las emociones que el autor explota en la novela es la frustración. Todos son personajes frustrados, infelices, con proyectos pendientes que no cumplen jamás. Ni Krug, ni su hijo Manuel, ni los alfas –androides dotados de una humanidad desbordante e inquietante-, y menos el resto de “fauna” que habita la novela, son felices. El millonario tiene una mente llena de acciones que no le han satisfecho y otras que están pendientes, como el tener un nieto o contactar con alienígenas. Manuel es un pobre hombre, sin nada que hacer, que busca aún definir su personalidad y cometido en la vida, que tiene sexo con una alfa, Lilith, por lo que se siente un “bicho raro”. De esta situación se aprovechan, los androides, que manipulan a Manuel para que convenza a su padre y los “libere”; es decir, se les concedan los mismos derechos que a los humanos.Los alfa viven esperando la liberación, con su partido, el PIA (Partido por la Igualdad Androide) que no sirve para cumplir su objetivo. Mueren en la construcción de la torre y no pasa nada porque son “cosas”, una palabra que les sumerge en el canalla mundo del complejo de inferioridad. Los alfa han creado una religión similar a la cristiana que adora a su creador, Krug, y del que esperan su liberación, algo que nunca llega pero que les sirve para relajarse y afrontar los sinsabores. Esa ansia de libertad insatisfecha es la tercera emoción con la que juega Silverberg en esta novela. El libro es magnífico. Está compuesto de dos estilos. La historia de Manuel está contada en primera persona, lo que nos permite adentrarnos con facilidad en la debilidad del carácter del hijo del millonario. El resto es la narración habitual, muy útil para los dos grandes momentos que, a mi entender, tiene la novela: la derivación –que ya conté- y la rebelión final de los androides –nadie se sorprende de que los alfa se levanten contra sus creadores-. Otras lecturas son posibles: que si es una crítica al capitalismo y a la religión, una parábola sobre la liberación de los negros esclavos o de los trabajadores frente a la burguesía. En fin; interpretaciones todas que me parecen acertadas en cuanto que son subjetivas, aunque antiguas a mi humilde entender.