Robles en el monte de la raya

Por Javieragra

Los aullidos de los humanos alcanzan una ferocidad tan intensa que el corazón late asustado con una aceleración de sístole y diástole difícil de controlar, las pupilas distorsionan el entorno en el que caminamos a diario, hasta el estómago parece dar exacerbados saltos enturbiando las entrañas.
En esos momentos de terror imperante e inconsciente, el montañero madruga más que el sol y busca la dulce serenidad de la naturaleza que respira armoniosa quietud, el cántico sinfónico de los arroyos que expanden su sosiego por las laderas de lentísimo aliento, la luminosidad multicolor de las brillantes piedras, de los plumajes rítmicos de las aves, de la mirada cómplice de las variadas especies de animales que juegan o buscan entre la sinuosa vegetación o los danzarines roquedales.
El montañero llega a los prados del Monte de la Raya para saludar a los viejos robles que hace pocos días dejó en inconclusa conversación.
El montañero se adentra en los montes brillantes de desnudos robles y alfombrados en prístinos colores matinales. Sin ser dendrólogo, el montañero conoce unos cuantos nombres y sabe si habla con un árbol o con una enredadera y así camina monte arriba buscando la pradera del Descanso del Rey donde hace unos días dejó aquellos viejos robles en inconclusa conversación.
Doscientos años tarda un roble en hacerse adulto, todo ese tiempo lo emplea en pensamientos serenos y en acoplar su raíz a la tierra, todos esos años contempla el transcurso de las estaciones desde la armonía fluida de su savia arbórea. Después puede vivir varios cientos de años más mientras añade grosor a su tronco de modo casi imperceptible y ocupado en reproducirse con la ayuda del viento, de los animales… desde la paciencia de entender que solamente una de cada diez mil bellotas germinará en otro roble nuevo. 
Los robles cuentan que el tiempo de la naturaleza tiene ritmo pausado, que la calma de la naturaleza mantiene llanto y risa sobre la tierra para que la armonía germine en vida.
El roble me cuenta que ya era entrañable hace miles de años. Los griegos emparentaban la sabiduría de los druidas con la fortaleza del roble. Los celtas dedicaban el séptimo de los trece meses en que dividían el año, al roble; en su mitad celebraban unas fiestas de siete días para honrar su fortaleza y sabiduría y así dividían el año en dos mitades. En el roble se encontraba almacenada la sabiduría divina, los druidas usaban su mediación para unir la fuerza de la divinidad al esfuerzo de los humanos. Los latinos tenían la misma palabra para referirse al roble y a la fortaleza, así “robur” era fuerza física y también entereza moral.
Estos robles, desde el sosiego de su retiro, han sabido de violentas batallas, de asesinatos, de latrocinios y vilezas; estos mismos robles esperan el día en que el león y el caballo pasten juntos, en que el lobo y el cordero beban al unísono del mismo arroyo, en que el niño humano y la serpiente jueguen juntos en la misma pradera. Estos robles acarician el corazón de los humanos y lo llenan de fortaleza y sosiego.
Javier Agra.