Bajo esta premisa comienza la nueva versión de Robocop, película que, aun tratándose de un remake, quiere guardar algunas distancias con su predecesora. Aquí la historia se centra casi por completo en los sentimientos del protagonista, un policía que, después de sufrir un brutal atentado, y de hombre libre se ve transformado en un producto, en un híbrido entre humano y máquina que constituye la gran esperanza de OmniCorp para ablandar los corazones del pueblo americano y se permita que sus robots también patrullen las ciudades estadounidenses. Todo sea por sacar a los criminales de las calles. Ni que decir tiene que los métodos de OmniCorp no son muy respetuosos con los derechos civiles: se basan en el control de cientos de miles de cámaras de videovigilancia y el escaneo continuo de los ciudadanos, para comprobar que están limpios.
Así pues, Murphy, el policía, deberá ser a partir de ahora el emblemático Robocop, una especie de monstruo de Frankenstein aturdido y conmocionado, que no sabe si agradecer o maldecir al doctor Norton (un sobrio Gary Oldman), el genio responsable de su resurrección, su nueva y terrible condición. Solo por la escena en la que al pobre Murphy le quitan la armadura y comprueba que solo le han quedado intactos la cabeza, una mano y algunos órganos vitales, ya merece la pena asomarse a la película. Además, su cráneo se puede abrir fácilmente para que los técnicos de la empresa le puedan manipular el cerebro a gusto. ¿Dónde está el límite de lo humano? ¿Hasta que punto este personaje mutilado sigue teniendo la misma identidad de que gozaba como persona?
Si comparamos el Robocop de 2014 con la versión original de Paul Verhoeven, esta sale claramente ganando, por su originalidad, por su irónico sentido de la violencia y por su retrato de un mundo sin muchas esperanzas, dominado por la empresa privada y por una omnipresente publicidad (esos telediarios...). En la versión del director de Tropa de élite, esta ironía queda concentrada en las apariciones de un histriónico Samuel L. Jackson como una especie de telepredicador empresarial (¿llegará algún día ese oficio a hacerse realidad?) y la violencia ha bajado bastantes enteros, pareciéndose a veces las escenas de lucha más a la pantalla de un videojuego que a una pelea real, quizá para describir la sensación de irrealidad que en todo momento está viviendo el personaje principal. Además Verhoeven proponía un viaje diferente y más interesante para el protagonista: al principio su mente era la de un robot y poco a poco, a base de recuerdos fugaces, debía ir reconstruyendo su humanidad. Hubiera sido un error que Padilha repitiera el argumento tan al pie de la letra, por lo que ha optado por adentrarse en los límites identitarios entre hombre y máquina, consiguiendo unos resultados irregulares, pero bastante más interesantes de lo que hicieron ver en su momento las rigurosas críticas que se dedicaron a esta película.