Rodrigo Duterte: la violencia como medio

Publicado el 28 marzo 2017 por Juan Juan Pérez Ventura @ElOrdenMundial

En los últimos meses hemos oído hablar de Filipinas más de lo normal. Rodrigo Duterte, presidente del país desde mayo de 2016, ha ocupado titulares en los principales medios de comunicación. Desde sus encontronazos con Barack Obama hasta su violenta guerra contra la droga, la figura del nuevo presidente está repleta de polémica. Cabe preguntarse qué está ocurriendo exactamente en el país y cuál es su futuro, tanto a nivel nacional como internacional, sobre todo tras el reconocimiento que Duterte ha obtenido por parte de Donald Trump y el aparente viraje de Filipinas hacia China.

De vez en cuando, la política nos sorprende con grandes líderes. Otras veces, con gobernantes mediocres o que simplemente pasan desapercibidos. Pero en ocasiones nos presenta figuras más bien estrambóticas, y parece que son estas las que están a la orden del día. Si bien es difícil definir el prototipo del político contemporáneo, podríamos decir que nos encontramos ante el ascenso —o, al menos, la toma de posiciones— de toda una nueva oleada de políticos que han venido a romper con el statu quo.

El pasado mes de mayo de 2016 Rodrigo Duterte, con dos décadas de política local a sus espaldas, se hizo con la presidencia de Filipinas. Llegó con mano dura al máximo cargo de un país que, si bien durante los últimos años ha gozado de cierta estabilidad política, mantiene en el recuerdo un pasado de violencia y represión. Desde entonces ha sido protagonista en los medios de comunicación en reiteradas ocasiones debido no solo a sus declaraciones, en muchas ocasiones fuera de lugar, sino también a su particular guerra contra la droga, que ha vulnerado de forma sistemática los derechos humanos de la población filipina. Un hombre polémico para dirigir un país que enfrenta múltiples desafíos de difícil solución.

Un largo camino hacia la independencia

La historia de Filipinas es, una vez más, fruto del colonialismo. En esta ocasión, el archipiélago entró a formar parte del Imperio español en el siglo XVI. La primera toma de contacto vino con la llegada de Fernando de Magallanes al archipiélago en 1521. La ocupación española dio lugar a un periodo de asimilación que exportó el modelo institucional, político y religioso vigente en el imperio. Cuando los españoles llegaron, se encontraron, además de con población autóctona con raíces malayas e indonesias, con puestos comerciales de origen chino y árabe.

Si bien durante el dominio español se produjeron diversos episodios de violencia, fruto de movimientos que buscaron la expulsión de los españoles, no fue hasta finales del siglo XIX y como resultado de la injerencia estadounidense, cuando Filipinas comenzó un largo camino hacia la independencia. La pérdida de la soberanía española se produjo en el marco del Desastre del 98: España perdió el control de sus últimas posesiones coloniales en América y Asia tras su derrota en la guerra hispano-estadounidense y, como resultado, Estados Unidos adquirió un papel predominante en aquellos territorios. A pesar de que Filipinas declaró su independencia tras la rendición de los españoles, la victoria de Estados Unidos conllevó la suerte de un recambio colonial y, como resultado, comenzó una nueva ocupación que se alargó durante casi medio siglo.

Mapa del archipiélago filipino. Fuente: Nations Online

Al igual que ocurrió bajo el dominio español, durante la ocupación estadounidense se produjeron levantamientos a favor de la independencia, sobre todo durante los primeros años. Con el paso del tiempo tuvo lugar un proceso de institucionalización tutelada que resultó en un sistema político occidentalizado, con una incipiente administración pública y diversas políticas de construcción nacional. En este sentido, con el objetivo de crear una identidad cultural propia, se apostó por un sistema educativo que consolidara el filipino como idioma nacional por encima de los casi 90 dialectos autóctonos. Por otro lado, la herencia colonial ayudó a la homogeneización religiosa en torno al cristianismo —en la actualidad, casi un 90% de la población es cristiana—. La población musulmana, segundo grupo religioso más importante, se ubica principalmente en la isla de Mindanao, lo que ha motivado el surgimiento de grupos secesionistas precisamente en este territorio.

Frente a un 88,3% de cristianos entre católicos y protestantes, solo un 4,6% de la población es musulmana. Fuente: 123rf.com

Para ampliar:La guerra filipino-estadounidense (1899-1902). Un laboratorio de ensayo para el naciente imperialismo estadounidense”, Darío Martini, 2013

En 1935 Filipinas alcanzó cierto grado de autonomía política al amparo de la ley Tydings-McDuffie. Como resultado del acuerdo, Manuel Quezón fue el encargado de formar un Gobierno de transición hacia una futura independencia, pactada a diez años vista. Sin embargo, con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, el camino emprendido por Quezón fue interrumpido. En 1942 los japoneses ocuparon las islas y se hicieron con el control efectivo de territorio durante dos años, aunque no faltó resistencia armada a la ocupación. Tres años después de su llegada, a finales de 1945, la ofensiva conjunta de la población local y las tropas estadounidenses, que habían desembarcado un año antes, condujo a la expulsión de los japoneses. El proceso de independencia continuó, esta vez con un país devastado por la guerra tanto en lo material como en número de vidas.

En 1946, en virtud del tratado de Manila y como continuación del camino empezado en 1935, fue proclamada la República de Filipinas. Construida a imagen y semejanza del modelo estadounidense, el nuevo país adoptó un sistema presidencialista como régimen político.

Violencia y corrupción: Filipinas en el siglo XXI

La reconstrucción del país tras el acceso a la independencia coincidió en el tiempo con el cambio de orden internacional que supuso el ascenso de Estados Unidos y la Unión Soviética a la categoría de superpotencias. Al igual que en otros países asiáticos, en Filipinas surgió un movimiento comunista, el Nuevo Ejército Popular (NEP), que puso en jaque el futuro del régimen, sobre todo durante los primeros Gobiernos. Con el tiempo, la caracterización de la insurgencia se volvió más compleja, puesto que también se formaron movimientos secesionistas de corte religioso, como el Frente Moro de Liberación Nacional (FMLN), surgido durante los años sesenta. Fue la llegada de Ferdinand E. Marcos al poder en 1965 lo que supuso un punto de inflexión no solo en la lucha contra todo tipo de grupos insurgentes, sino en la deriva del sistema político filipino. Le siguieron dos décadas de Gobierno dictatorial bajo el cual se violaron sistemáticamente los derechos humanos y se institucionalizó la corrupción, sobre todo con la vigencia de la ley marcial, entre 1972 y 1981.

Durante los últimos años del Gobierno de Marcos, el régimen experimentó una serie de cambios que comenzaron con unas elecciones presidenciales en 1981, en las que el propio Marcos se hizo con la victoria, y culminaron con su salida tras unas nuevas elecciones en 1986. En aquella ocasión, con una victoria empañada por las irregularidades, fue la presión social lo que obligó a Marcos a abandonar el país. El cambio político se produjo con la llegada al poder de Corazón Aquino, quien inició un periodo de regeneración política que dio lugar a la Constitución democrática de 1987, vigente en la actualidad.

Para ampliar: The Rise and Fall of Ferdinand Marcos”, William H. Overholt, 1986

La huella que Marcos dejó en el país sigue latente, tal y como demuestra la mitificación de su figura en su entierro con honores, que tuvo lugar a finales de 2016 entre protestas de la población. No obstante, también recibió el apoyo y reconocimiento de determinados sectores de la sociedad. La división de opiniones en torno a la figura de Marcos es el máximo exponente de la polarización social, que también se presenta en las formas de tratar la insurgencia, la delincuencia y el narcotráfico.

Manifestación contra el entierro de Marcos como un héroe. Fuente: EFE

En la década de los noventa, el proceso de regeneración política se centró en alcanzar la reconciliación nacional con los grupos insurgentes. Como elemento subyacente se situaba el reto de desarrollar el país en términos políticos, económicos y sociales, es decir, acabar con la corrupción institucional, alcanzar un mayor crecimiento económico y erradicar la pobreza. La oposición a los cambios provino principalmente de los sectores más ortodoxos del Ejército, que protagonizaron varias intentonas golpistas.

Con el cambio de siglo, el proceso de reformas continuó, aunque inicialmente de forma tumultuosa. El presidente Joseph Estrada, que accedió al cargo en 1998, fue acusado de corrupción y se vio obligado a renunciar como consecuencia de la presión pública; finalmente, sería condenado. Afortunadamente, la sucesión presidencial se produjo sin contratiempos y la vicepresidenta Gloria Macapagal-Arroyo accedió al cargo y puedo refrendar su mandato en 2004 por un periodo de seis años. En este sentido, cabe destacar que los cambios de Gobierno que ha habido desde la caída de Marcos se han producido sin contratiempos. Por otro lado, la acción de los grupos insurgentes ha continuado, aunque con matices y paréntesis en el tiempo. Algunos grupos llegaron a entrar en procesos de diálogo más o menos estables, como el NEP y el Frente Moro de Liberación Islámica (FMLI), escisión del FMLN. En otros casos, como el del yihadista Abu Sayyaf o el FMLN, el acercamiento no ha sido posible.

En lo que se refiere a política exterior, Filipinas siempre se ha mostrado activa en los foros regionales, como la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (conocida en inglés como ASEAN), cuya cumbre por su 50.º aniversario se celebrará este año en Manila. Bilateralmente, cabe destacar las relaciones con China y Estados Unidos. Por un lado, Filipinas mantiene disputas territoriales históricas en el mar del Sur de China, razón por la cual en 2013 solicitó arbitraje internacional. Por otro lado, la relación con la antigua potencia colonial siempre se mantuvo activa debido a las relaciones comerciales, los vínculos familiares y las ayudas en materia de lucha contra la pobreza y seguridad.

El triunfo de la violencia

El 9 de mayo de 2016 se celebraron elecciones presidenciales en Filipinas. Una vez más, todo transcurrió con normalidad, pero hubo un elemento diferenciador respecto al resto de comicios: Rodrigo Duterte, antiguo alcalde de Davao —tercera ciudad del país—, resultó vencedor. Todavía no ha cumplido un año de gobierno y su gestión tiene un medidor muy particular: el nivel de polémica de sus acciones.

Duterte alcanzó la presidencia, además de con gran respaldo popular, con una serie de objetivos claves: la lucha contra la corrupción, el narcotráfico y la delincuencia, así como la consolidación de la paz, la reducción de la pobreza y el desarrollo económico y social. Palabras mayores, grandes fines que han quedado totalmente desacreditados por los medios que ya ha implementado o que tiene previsto utilizar.

Las polémicas sobre su mandato llegan desde varios frentes. En primer lugar, como elemento mediático que volcó toda la atención sobre su figura, conviene mencionar los insultos que Duterte dirigió a Barack Obama el pasado mes de septiembre, cuando aún era presidente de Estados Unidos. A nivel nacional, el asunto más polémico es su controvertida guerra contra la droga. Según la visión del presidente, el fondo de la cuestión recaería no solo en los narcotraficantes, sino en los propios consumidores, mientras que en la lucha contra la delincuencia se incluiría también a los segmentos más pobres de la sociedad.

Agentes de la Policía Nacional de Filipinas. Fuente: Reuters

Por otro lado, en el conflicto con los grupos insurgentes, Duterte apostó inicialmente por el diálogo con el Nuevo Ejército Popular, mientras que con los grupos musulmanes ha mantenido diferentes posturas. Cabe destacar que su pasado como alcalde de Davao le otorga una experiencia privilegiada en la cuestión, puesto que la ciudad se encuentra en Mindanao, la región más salpicada por la violencia —ya sea por parte de los grupos insurgentes o de sus propias fuerzas de seguridad—.

El modus operandi de Duterte ya ha sido cuestionado por organizaciones como Amnistía Internacional. Se ha convertido en un sheriff de gatillo fácil y no ha dudado en apostar por la violencia contra todo tipo de desorden. Como resultado, ya son más de 7.000 víctimas desde que comenzó su campaña. Además de las reclamaciones de los familiares de las víctimas, el último capítulo de la guerra incluye cierta controversia internacional. A finales de enero fue torturado y asesinado un empresario surcoreano por parte de integrantes del cuerpo de Policía. Con aparente arrepentimiento, Duterte ofreció sus disculpas al Gobierno de Seúl y anunció un cambio de estrategia. Según la información publicada, lo ocurrido al ciudadano surcoreano es resultado de la corrupción del cuerpo policial en su conjunto, por lo que Duterte ha iniciado los preparativos para limpiar la institución, es decir, purgarla incluyéndola en su particular guerra contra los males del país. No obstante, la guerra contra las drogas sigue, ahora con intervención directa del Ejército y recordando más que nunca a los tiempos de Marcos.

Para ampliar: “The Philippines can’t fight its meth battle until it wins the war on corruption”, Joanna Fuertes-Knight en The Guardian, 2017

En el ámbito internacional, la situación también reviste complejidad. Las malas relaciones con Obama no importan ahora que Donald Trump es el nuevo presidente de Estados Unidos. El magnate multimillonario ha mostrado su apoyo hacia la guerra contra la droga del presidente filipino, a quien además invitó a su toma de posesión. Durante la polémica con Obama, Duterte amenazó con un viraje hacia Pekín en aras de reducir su dependencia de Estados Unidos y construir una política exterior autónoma. La balanza de la disputa sobre el mar del Sur de China se inclinó hacia Filipinas tras la resolución arbitral, pero Duterte ha preferido mantener un canal de diálogo de igual a igual para alcanzar acuerdos en materia pesquera, energética y de movilidad y, sobre todo, aprovechar la situación para conseguir el respaldo de China en el Pacífico.

¿Qué podemos esperar?

Tras la salida de Marcos del poder a finales de los años ochenta, Filipinas comenzó un proceso de reforma política que, aún con obstáculos evidentes, sobre todo en lo que se refiere a la insurgencia armada y la corrupción, pareció consolidarse durante la primera década del siglo XXI. Duterte representa hoy una amenaza no solo al respeto de los derechos humanos, sino al camino emprendido por el país en la lucha contra los fantasmas de su pasado.

Su Gobierno amenaza con profundizar la división de la sociedad filipina, que ya se ha enfrentado a demasiadas polarizaciones. Es cierto que Duterte ha ofrecido soluciones a algunos de los conflictos a los que enfrenta el país, pero en la mayoría de los casos a costa de efectos colaterales de enorme envergadura. En primer lugar, mediante el desmesurado ejercicio de la violencia que viene realizando su Administración, con el uso de tácticas típicas del terrorismo de Estado. Por otro lado, el proceso de paz con los grupos insurgentes corre el riesgo de entrar en un nuevo paréntesis a la vista de la ruptura del alto el fuego con el Nuevo Ejército Popular. Además, una de las propuestas estrellas del presidente frente al secesionismo de algunos de estos grupos, la reforma federal, no está exenta de polémica desde el momento en que Duterte se mostró decidido a conseguirla incuso al margen de la Constitución.

En la actualidad, la sociedad filipina tiene varios desafíos por delante. Por un lado, cuestiones que tradicionalmente han azotado al país, como la insurgencia, el narcotráfico, la pobreza o el analfabetismo. Por otro, la oportunidad de atajarlos con cabeza, puesto que el empleo de la violencia ya demostró su inutilidad bajo el mandato de Marcos. La principal oposición al Gobierno de Duterte procede en la actualidad de la movilización social, que ya mostró su capacidad con las protestas que llevaron a la caída de Marcos y a la salida de Estrada. La defensa de los derechos humanos es hoy la principal bandera de la sociedad filipina y de su determinación depende el futuro de su país.