La antigua Roma ha demostrado siempre ser un auténtico filón para la ficción, ya sea a través del cine o de la pequeña pantalla. Aquella época cuenta a su favor con una vasta documentación histórica, y con el hecho de haber sido estudiada en profundidad por investigadores de todo el mundo, lo que lógicamente ha permitido que su historia haya calado en nuestro imaginario colectivo y en nuestra cultura general. Pero del mismo modo, su lejanía en el tiempo deja todavía espacio a la fabulación, permitiendo algunas licencias que, sin ser del todo contrastables históricamente, sí han dejado poso en nuestra percepción de la que fue una de las etapas más interesantes de la historia de la civilización occidental.
En nuestros tiempos, en los que ya se ha abandonado definitivamente la idea del peplum como plasmación oportuna del cine "de romanos" (con la excepción del exitazo del Gladiator de Ridley Scott), se opta en muchos casos por un acercamiento más sucio, más pretendidamente realista a aquella época. Además, se observa una tendencia hacia la espectacularización de la imagen, la estilización de la violencia y el uso indiscriminado del slow motion, siguiendo la estela que marcara 300 (Zack Snyder, 2006), auténtico espejo en el que se miran las ficciones ambientadas en la antigüedad grecolatina (más desde la perspectiva mitológica que la histórica) desde entonces, desde Furia de titanes (Louis Leterrier, 2010) y su secuela Ira de titanes (Jonathan Liebesman, 2012) a Immortals (Tarsem Singh, 2011) o la serie de TV Spartacus: Sangre y arena (Steven S. DeKnight, 2010- ), por poner sólo algunos ejemplos.
Es obvio que el formato cine, con películas de duración limitada y con la necesidad de atraer la atención del público durante todo el metraje, se ve obligado a optar por estos alardes visuales en detrimento de un mayor desarrollo de la historia y los personajes. Sin embargo, la televisión permite detenerse en una exposición más prolongada de la situaciones, favoreciendo la presencia de multitud de personajes que enriquecen la narración y permiten configurar un todo mucho más coherente y completo. Es el caso de Roma (2005-2007), que supone el acercamiento más profundo que la ficción catódica ha realizado a una época tan apasionante como la del paso de la República al Imperio Romano. Y lo hace sin fuegos artificiales, sin grandes y espectaculares escenas de batalla (la mayoría de grandes acontecimientos militares se resuelven con acertadas elipsis) y poniendo el foco en unos personajes perfectamente desarrollados y de una riqueza literaria inestimable.
Roma es, al fin y al cabo, una especie de narración-río en la que confluye una amplia gama de personajes. En otra ocasión, y a propósito de The Master (Paul Thomas Anderson, 2012), ya hablamos de la diferencia entre la Historia con mayúsculas, la que trasciende a los libros de texto, y la historia que configuran todos aquellos personajes anónimos que forjan, modifican y transmiten la identidad y la cultura. Roma transita con acierto entre una y otra, mostrando personajes históricos con todas las letras como Julio César (Ciarán Hinds), protagonista de la primera temporada, su sucesor Octavio (Simon Woods) y el rival de éste Marco Antonio (James Purefoy), o el filósofo Cicerón (David Bamber).
Creada por Bruno Heller, William J. MacDonald y John Milius (director de Conan, el bárbaro y guionista de Apocalypse Now), Roma es, en definitiva, un acercamiento fiel a la época del siglo I a.C., en la que la verosimilitud histórica y la calidad de los guiones contribuyen a atrapar a la audiencia y a crear la sensación de estar ante un producto de primera categoría. Sólo lo excesivo de su presupuesto y el peligro de alargar la trama hasta límites peligrosos nos privaron de más temporadas.