Romario fue uno de los grandes delanteros de todos los tiempos.
Según un relevamiento, es el máximo goleador de todos los tiempos. También es amigo de las polémicas fuera la cancha.
Ahora, como diputado, se queja de los excesos en la organización de Brasil 2014.
Su madre Lita llegó a decir que cuando Romario nació podía entrar, por su diminuto tamaño, en una caja de zapatos. Todavía, aunque era bajito, no le decían O Baixinho. En aquel 1966 de su llegada al mundo, Jacarezinho -su lugar de cuna- mucho se parecía a varias de las escenas que muestra la estupenda película brasileña Ciudad de Dios, de Fernando Meirelles. Una favela carioca con carencias sin disimulo y con la violencia como frecuente protagonista. Pronto se mudó a Vila da Penha.
Allí, en ese barrio menos hostil, entendió que alcanzaba con sus pocos centímetros para eludir gigantes y hacer goles de fábula. En esos días jugaba para Estrelinha, un espacio de pertenencia hecho club de fútbol, fundado por su padre. Le ponían enfrente rivales más altos y más grandes y más fuertes. Pero siempre ganaba él, son sus goles, con su astucia de ese Chapulín inmenso que llevaba dentro de su cuerpo breve.
Lo dijo alguna vez, en una charla informal, el periodista Manolo Epelbaum, quien mucho conoce del fútbol de Río de Janeiro: "En las playas cariocas cualquier petiso que no es rubio y hace goles se llama Romario". Se puede comprobar caminando por Ipanema o por Copacabana. O, incluso, saliendo de las fronteras del estado, sobre todo hacia el norte; o metiéndose en el Brasil profundo. Sucede que el crack brasileño fue, en su inmensa carrera, un sinónimo del gol. Y un orgullo para su gente. Consiguió algo inmenso: lo sigue siendo.
La historia cuenta su dimensión: de acuerdo con un relevamiento realizado en 2012 por la revista El Gráfico, Romario es el máximo anotador de todos los tiempos, con 768 goles, once más que Pelé. Según la IFFHS, que sólo toma en cuenta partidos oficiales de Primera División, marcó 489 tantos en 612 encuentros. Así, es el cuarto de ese ranking, superado sólo por Pelé, Josef Bican y Ferenc Puskas. El Chapulín, que lleva su propia contabilidad, sostiene que hizo más de mil goles. Claro, también releva los que hizo en tantos preciosos amistosos con esos amigos que lo siguen admirando.
El escritor Eduardo Galeano le puso palabras al mágico recorrido del brasileño: "Venido desde quién sabe qué región del aire, el tigre aparece, pega su zarpazo y se esfuma. El arquero, atrapado en su jaula, no tiene tiempo ni de pestañear. En un fogonazo, Romario asesta sus goles de media vuelta, de chilena, de volea, de chanfle, de taco, de punta, o de perfil. Romario nació en la miseria, en la favela de Jacarezinho, pero desde niño ensayaba la firma para los muchos autógrafos que iba a firmar en la vida. Trepó a la fama sin pagar los impuestos de la mentira obligatoria: este hombre muy pobre se dio siempre el lujo de hacer lo que quería, disfrutón de la noche, parrandero, y siempre dijo lo que pensaba sin pensar lo que decía. Ahora tiene una colección de Mercedes Benz y doscientos cincuenta pares de zapatos, pero sus mejores amigos siguen siendo aquellos impresentables buscavidas que en la infancia le enseñaron el secreto del zarpazo". Romario sabe de qué se trata la gratitud. Y la practica. También ahora, en sus días de retiro.
Resulta además uno de los cracks más literarios que la historia del fútbol ofreció. Juan Villoro, otro preciso observador del fénomeno del fútbol, también lo retrató: "El fútbol exige una mente tan rápida y certera que debe confundirse con la intuición o los reflejos. Rodeado por tres marcadores, Romario descubre en un parpadeo la ruta de evacuación. Estamos ante uno de los pocos delanteros capaz de fintar a tres defensas con el hombro, de sortearlos con equilibrio de funámbulo de circo y nervios de corresponsal de guerra". El Chapulín siempre fue el más astuto de su territorio: el área.
Sucede una curiosidad: un futbolista más poético que númerico, es incluso el rey de los números y el dueño de un palmarés para todas las envidias de los pretendientes de estrellas. En lo individual: fue goleador en 27 de las 83 competiciones oficiales en las que participó; en 1994, la FIFA lo eligió como el mejor del año y como el mejor de la Copa del Mundo de los Estados Unidos. En lo colectivo: fue campeón con Vasco da Gama, PSV Eindhoven, Barcelona y Al Sadd. Y con la Selección de Brasil ganó la Triple Corona: el Mundial, la Copa de las Confederaciones y la Copa América. Consiguió todo eso sin negociar sus modos, tantas veces polémicos. La noche le siguió gustando bajo cualquier cielo del mundo. Lo expresó varias veces, por los rinconces del planeta y sin inhibiciones: "Hace dos semanas salí por la noche, llegué a las siete de mañana al hotel, luego marqué tres goles. Desde entonces no he vuelto a salir más y los goles no llegan, así que habrá que empezar a salir por las noches. Salí el jueves, salí viernes, saldré el sábado, y la próxima semana creo que haré igual". En el campo, luego de los maratones nocturnos, resplandecía.
Jugaba como lo que era: un audaz amigo de los vértigos. Romario era un imprescindible. Y también un paradigma de su puesto y de una manera de jugar cerca del arco rival. Lo comentó César Menotti, en tiempos de Sergio Agüero adolescente: "Se parece a Romario". Aún ahora, el Kun del Manchester City agradece aquella comparación. Ser similar a Romario resulta invariablemente un elogio. Sirve otra anécdota: en diálogo con un puñado de periodistas latinoamericanos hablaba Hristo Stoichkov, ese búlgaro que parece nacido en Parque de los Patricios o en Boedo, en el Centro de Prensa de Johannesburgo, en la antesala de la final de Sudáfrica 2010. Le preguntaron qué le faltaba a ese Mundial. No pensó demasiado. Respondió con cuatro palabras: "Le falta un Romario". Lo conocía bien de los días felices en Barcelona.
Aquel delantero irreverente sigue siendo un hombre irreverente. Desde su condición de diputado federal por el estado de Río de Janeiro se convirtió en una piedra en el zapato para la FIFA. Frecuente quejoso del poder, arremetió varias veces contra la organización de la Copa del Mundo. El año pasado, en el contexto de la Copa de las Confederaciones, apoyó las protestas de los ciudadanos contra los gastos exagerados que el Mundial le ocasionaba al país. Expresó entonces: "Nuestros gobernantes tienen que entender definitivamente que a partir de ahora se acabaron los días de desvíos, corrupción, robos, deshonestidad y, principalmente, falta de respeto para con nuestro pueblo". También se refirió a la FIFA: "El verdadero Presidente de Brasil hoy se llama FIFA. Ella llega aquí y monta un Estado dentro del Estado. Ellos tendrán un lucro de 4.000 millones de reales (unos 1.820 millones de dólares) y tendrían que pagar impuestos por 1.000 millones de reales (unos 455 millones de dólares), pero no van a pagar nada. Es decir que la FIFA viene, monta el circo, no gasta nada y se lo lleva todo". Al escucharlo, todos comprendieron que el Chapulín continúa siendo indomable. Como cuando jugaba.
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