Año 183 de la Era del León de Oro
6 del Sol Naciente
Röryan despertó aquella mañana tras un sueño inquieto que no podía recordar. Quizá había estado soñando con su añorada familia, a la que hacía cinco años que no veía, o tal vez con un ejercicio de su entrenamiento que no lograba superar.
Pensar en el entrenamiento hizo que abriera los ojos bruscamente, y una sonrisa iluminó su rostro bronceado por las muchas horas al sol.
Se sentó a toda prisa, con el corazón ensanchado de pura alegría.
Aquel era su día: el día en que su futuro quedaría sellado.
La mañana anterior su maestro, el Caballero Meylon, le había anunciado que ya era digno de hacer su última prueba, la que decidiría si podía o no convertirse en Caballero Real, un justiciero que protegiera al débil y ayudara al necesitado.
Desde que tenía uso de razón aquel había sido el sueño de Röryan. Su padre, un hombre de buen corazón y mirada triste, le decía siempre que tenía lo que hay que tener para convertirse en uno de ellos, pero tal vez no la oportunidad.
Esa oportunidad había llegado, y ahora, cinco años después, iba a hacer su examen.
Röryan se levantó de un salto, con el corazón latiendo acelerado por la emoción. ¿De qué se trataba esta última prueba? Él no lo sabía; era el pequeño secreto de la Academia, el que quienes lo sabían no comentaban para mantener la incógnita, y pensar en ello lo había mantenido en vela muchas noches desde su llegada.
Röryan era demasiado alegre para preguntarse qué pasaría si suspendía, si no lo conseguía. Para él, lo importante era dar todo cuanto tenía en aquel examen. Esa es la clase de persona que era.
No había nadie en la habitación que compartía con sus dos compañeros, pero era normal; Nawe se levantaba antes del amanecer desde hacía varios días, y Eiji… Röryan se aseguró de que no estuviera allí, e incluso lo llamó, pero no obtuvo respuesta. Se figuró que estaría con su chica, entonces, con la pequeña y bonita Aaviel. Pasaba muchas noches en su casa en las afueras de la aldea, pero solía aparecer en el desayuno.
Aunque esta vez Röryan no estaba seguro de ser capaz de desayunar. Estaba nervioso. Más aún: estaba excitado.
El muchacho se abalanzó hacia su armario, justo al lado de la cama, y se cambió rápidamente: se puso unos ajustados calzones y una camisa de lino con cuello de pico y mangas rectas, dejando la ropa de dormir sobre la almohada. Se sentó en su lecho para calzarse las sencillas pero eficientes botas.
Luego se levantó de nuevo, y ansiosamente, sin reparar demasiado en las arrugas que dejaba, se hizo la cama a toda prisa.
Corrió fuera de la gran habitación y llegó al salón superior, lleno de cómodos sillones, almohadones frente a la chimenea, estanterías repletas de libros y también algunos instrumentos musicales.
Se detuvo un instante para recordar los muchos días pasados en aquella estancia.
Una anciana de su aldea natal —no su abuela, pues no la había llegado a conocer, pero casi— le había enseñado a leer y escribir un poco; no obstante había sido allí, en la Academia, donde aprendió a contar, a leer con fluidez para sí mismo y en voz alta, a mejorar su tosca caligrafía y a expresar con palabras escritas lo que tenía en la cabeza.
Allí había estudiado todo lo básico que un Caballero debía saber: un poco de medicina, algo de historia, una pizca de política. Aprendió a diferenciar todas las armas, a reconocer una gran cantidad de animales, a discernir si una planta era comestible o, por el contrario, venenosa, a orientarse durante el día gracias al musgo que crecía en árboles y rocas, y durante la noche por la posición de las estrellas.
Aquella sala, donde durante el Sol Durmiente ardía un fuego cálido que expulsaba las bajas temperaturas, había sido una de las estancias en la que más tiempo había pasado desde su llegada a la Academia; a menudo se había dormido allí, estudiando durante la noche para acelerar su aprendizaje todo lo posible.
Y por eso en solo cinco años estaba listo para pasar su prueba. Había iniciado su adiestramiento a los doce, algo ya inconcebible.
Los Caballeros empezaban siendo muy pequeños, para desarrollar sus cuerpos y sus mentes casi desde la cuna. Röryan había sido diferente. Röryan encontró su oportunidad por una cuestión de suerte, puro azar… ¿O fue el destino quien acudió a su encuentro?
Se había esforzado hasta la extenuación. Empezó su adiestramiento con la teoría, como sucedía con todos los aprendices, pero muy pronto su maestro aceptó compaginar el entrenamiento físico con el teórico… si es que su alumno podía soportar el ritmo.
Röryan no solo lo soportó, sino que superó con creces las expectativas del Caballero Meylon, que asistió, no sin sorpresa, a los rápidos avances del muchacho, hasta que en un tiempo récord había llegado a un punto que otros menos esforzados —pues no creía estar especialmente dotado— tardaban el doble de tiempo en alcanzar.
Röryan oyó un ruido en el piso inferior y dio un respingo, saliendo de su ensoñación. No podía perder el tiempo: era su gran día.
Fue hacia las escaleras y bajó.
De inmediato reconoció el sonido: uno de sus compañeros, casi un hermano para él, estaba entrenando en la gran sala de adiestramiento.
Se detuvo unos momentos bajo la arcada que daba paso a aquel espacio y puso toda su concentración en la vista, buscando cualquier resquicio: un movimiento, una sombra, algo que cambiara sutilmente de lugar. Gracias a ese método fue capaz de ubicar a Eiji, que mantenía precariamente en alto una espada con la que golpeaba la ya abollada armadura de prácticas.
Eiji era un año mayor que Röryan, y llevaba en la Academia desde la tierna edad de seis años. Doce Soles Nacientes después todavía no había sido llamado a hacer su última prueba, y allí todos sabían por qué.
Era débil.
No débil de corazón, ni de voluntad, ni tampoco de firmeza. Su cuerpo lo era, o por lo menos no tan fuerte como debería ser el de un Caballero. La espada con la que golpeaba ahora la armadura le pesaba, no podía sostener la mayor parte de los grandes escudos, a duras penas lograba levantar los mandobles.
Las habilidades de Eiji estaban en otra parte. Él era rápido, ágil, increíblemente bueno con las dagas y puñales. No con la espada. No con el arco, con la maza o el hacha. Él era veloz.
Eiji era invisible.
Cuando Röryan llegó, solía sorprenderse cuando de pronto su compañero le hablaba como si siempre hubiera estado a su lado, pero él no se había dado cuenta. Con el tiempo aprendió a notar su presencia… al menos, cuando Eiji no intentaba pasar desapercibido.
Oyéndolo jadear por el esfuerzo, con expresión seria, concentrada pero también frustrada, Röryan sintió el anhelo de poder hacer un poco más por ayudarle a avanzar.
De pronto el joven se enderezó, respiró hondo, compuso su más tranquila sonrisa y se volvió hacia él. Röryan también le sonrió.
—Buenos días —saludó.
—¿Preparado para tu gran día? —inquirió Eiji en su habitual tono amable.
—Ansioso.
Ambos intercambiaron unas sonrisas, pues ambos sabían lo que Meylon decía al respecto.
Röryan se acercó un paso y se descalzó.
En aquella sala entrenaban descalzos y con ropa ligera; cuando era entre ellos, con armas de madera, y si era contra armaduras en maniquíes, con espadas y mazas reales que adornaban las paredes.
Para portar las armaduras entrenaban fuera. Para simular verdaderos combates, también.
Röryan se acercó a su compañero y le palmeó la espalda amablemente.
—Estás mejorando —le aseguró.
—Eso no es verdad. —Eiji sonrió, cerrando un momento sus serenos ojos de color turquesa—. Pero gracias.
—Poco a poco —insistió Röryan—. Lo lograrás.
—Tú ya lo has hecho. —Sin esperar respuesta fue a buscar una de las armaduras ligeras, solo peto, grebas y guanteletes, y se lo acercó todo a Röryan—. ¿Quieres calentar un poco antes de ir?
El joven sacudió la cabeza, notando los mechones de su cabello rubio golpeándole ligeramente las mejillas.
—Creo que esta vez no —negó, pero cogió la armadura.
—De acuerdo. Pero no salgas sin desayunar, o Gera te envenenará.
Röryan no pudo contener la risa al pensar en la vieja cocinera, una anciana huraña y arisca que solía amenazarlos con poner veneno en la comida si no se lo tomaban todo. Se puso rápidamente la armadura y luego sonrió.
—Entonces voy corriendo a decirle lo buena cocinera que es —decidió el chico.
Fue a por una espada que se ató al cinto y un escudo ceñido a la espalda, se despidió con un gesto antes de calzarse de nuevo y después retrocedió para ir hacia la cocina.
Pasó por el comedor, dominado por una larga y maciza mesa de madera, y al cruzar la pequeña puerta llegó a su destino.
Gera estaba allí, como de costumbre, pero se volvió al oír ruido, todavía con una pala de madera manchada de lo que debía ser salsa.
—¡Bueno, mira a quién tenemos por aquí! —exclamó la anciana con su voz cascada.
—Buenos días, Gera.
Röryan se acercó y la besó amablemente en la mejilla.
—Adulador —gruñó ella, siempre hosca—. ¡Come antes de ir a comportarte como un bruto guerrillero!
Él no se ofendió por los modales de la anciana; de hecho incluso le divertían. En lugar de eso rio y obedientemente cogió un bollo todavía humeante, tan caliente que casi se quemó los dedos al partirlo.
Se lo comió a toda prisa.
—¡Qué manera de malgastar el esfuerzo! —masculló Gera, removiendo la salsa con la pala—. ¡Engulles como… como…!
—Lo sé, pero es que tengo prisa —razonó él después de tragar—. Muchas gracias por el desayuno.
La besó otra vez en la mejilla y se escabulló antes de que intentara cebarlo con más bollos.
Al salir fuera sintió un escalofrío. Era todavía temprano, y las mañanas en el Sol Naciente eran frías; no obstante aquello no le amedrentó en absoluto. Sabía muy bien cómo entrar en calor los días así.
Con una ansiosa sonrisa corrió hasta rodear la Academia, un gran aunque simple edificio de dos pisos, y rápidamente, ya sin sentir frío, llegó a la Arena, un cuadrilátero de tierra aplanada donde vio la imponente figura de su maestro, esperándolo.
Este primer capítulo nos presenta ya a Röryan,su inocencia y su entusiasmo.Pero que la alegría que destila no te engañe...Mientras él se enfrenta a su prueba final,Andras lleva a cabo su propio plan...
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