¡Vaya con el nombrecito de la autora!, Auður Ava Ólafsdóttir. El otro día durante una conversación salió el tema del libro que estaba leyendo y me quedé en blanco, primero al intentar recordar el título y después al intentarlo con la autora (estuve varios días creyendo que era autor). Tras pensar un momento conseguí que saliera el título, Rosa cándida, lo de la autora era más complicado así que lo solucioné con un "mira... es una autora islandesa de un nombre rarísimo" y me quedé más ancho que largo. Y es que lo malo que tiene el lector electrónico es que cuando lo enciendo se abre por la última página leída del último libro abierto, con lo cual es posible que el título, al sólo haberlo leído una vez, como me ocurrió en esta ocasión, no haya quedado grabado en nuestras neuronas. Sin embargo, con los libros de papel esto no pasa, cada vez que los coges puedes ver la portada y leer título y autor, incluso recordarlo posteriormente con un simple truco nemotécnico a través del recuerdo de la foto o el dibujo de la portada. Me vino a la memoria aquella profesora de lengua de primero de BUP que recriminó a un compañero el hecho de no recordar el título de lo que estaba leyendo, "lo primero que hay que hacer antes de leer un libro es memorizar el título y el autor", yo no estoy de acuerdo pero es verdad que es conveniente si no quieres hacer el ridículo.
El protagonsita de Rosa cándida, Arnljótur, es un joven de 22 años que tras la muerte de su madre en un accidente de tráfico se marcha de Islandia dejando allí a su padre, un electricista jubilado de 77 años, y a un hermano gemelo retrasado mental con objeto de estudiar jardineria, una pasión heredada de su madre. Arnljótur tiene una hija de unos siete meses fruto de una relación de una noche. Entre su equipaje lleva unos esquejes de una variedad de rosal sin espinas denominada rosa cándida. El trayecto hacia un monasterio en el que existe una legendaria rosaleda abandonada que intentará revitalizar le hará conocer la enfermedad y reflexionará sobre la sexualidad y el deseo. Una vez instalado en el monasterio se reencontrará con la madre de su hija y se le planteará el tema de la paternidad, una terrible elección entre seguir una existencia individual o comprometerse con el cuidado de su bebé, fruto de un momento de irrefrenable impulso sexual. Pero, a pesar del desliz que le abocó a la paternidad, Arnljótur es todo menos irresponsable y es que la variedad conocida como rosa cándida se caracteriza además de por sus ocho pétalos por la carencia de espinas, así son los personajes de la novela, sin espinas y así es la vida de Arnljótur, la ausencia de agobios económicos le permite conducir su vida con absoluta libertad.
El recuerdo idealizado de la difunta madre, el amor a la naturaleza, al trabajo vocacional, la amistad, el paisaje volcánico islandés, los inicios en la cocina, la cinefilia, el cuidado del bebé, el matrimonio, son temas que irán cruzando entre las páginas de la novela y que nos harán simpatizar con este jovencito que acaba de dejar la adolescencia y se ve, por las circunstancias de la vida, inmerso en la madurez. Al final uno no sabe si es que la vida sonrie a Arnljótur o es que a él le gusta ver la vie en rose. Un libro de una lectura ágil que es una auténtica oda a la ternura, la comprensión, la naturaleza y una apuesta por la esperanza en el ser humano; pero ¿es real, pura ficción o una invitación al optimismo?
El paisaje está cambiando, por delante hay colinas onduladas y a lo lejos se ven montañas. Los campos de girasoles quedaron a nuestra espalda y hemos entrado otra vez en un espeso bosque, la carretera está mojada, yo me concentro en la conducción y los dos guardamos silencio. Por delante hay luces azules parpadeantes y reduzco la velocidad y cambio a primera al aproximarme a los conos de plástico luminosos colocados en medio de la carretera. Un agente de policía con capote reflectante impermeable se pone delante del coche y me hace una indicación para que vaya al arcén, prácticamente al suelo de tierra, y pasar junto a un turismo al que le falta la parte delantera, como si lo hubieran cortado limpiamente en dos trozos. En la carretera hay una mancha de aceite. Paso por el lugar del accidente a velocidad de persona, la parte delantera del coche ha desaparecido como si el bosque se la hubiera tragado. En el arcén hay otro policía con chaleco reflectante, veo que está recogiendo una pierna de la calzada, tiene zapato de hombre y calcetín negro. El policía sostiene la pierna justo al lado de mi coche y utiliza la otra mano para indicarme que continúe. Al pasar por delante del medio coche, veo dos medios cuerpos aún sentados en sus asientos, corresponden a un hombre y una mujer ya mayores, elegantemente vestidos, en realidad de etiqueta, están llí sentados uno al lado del otro, como un matrimonio que lleva decenios sentándose silenciosos a la cena. No se ve sangre por ningún sitio, los rostros blanquecinos están enteros y sin daño aparente, casi aparecen las figuras de un museo de cera. Lo que más me llama la atención es que no siento horror, aunque no soy persona insensible. En vez de eso pruebo a meterme yo, tranquilo, en la vida de la pareja de la carretera, como si tuviera que solucionar un problema de la mayor importancia, pero no me veo sentado junto a la misma mujer durante decenios, ni en un coche ni en la mesa de la cena.
¿Y si yo también hallase ahora mi destino en esta misma carretera, digamos empotrándome contra un árbol por alguna distracción al conducir, si se rompiera el parabrisas y todo se nos viniera encima y muriéramos juntos la actriz y yo, uno al lado del otro? ¿Qué pensaría Anna, la madre de mi hija, al enterarse de la noticia? Quizá encontrasen alguna cosa insignificante en el bosque, la escena final de Casa de muñecas, a los de emergencias siempre se les pasa algo por alto. O bien, lo que es igual de probable, podían meter aquel papel en mi bolsa de plástico y le enviaran a papá con todo lo demás un papel misterioso que no entendería.
Miro a la chica. Está sentada con las manos en los muslos y la cabeza gacha, los ojos llenos de lágrimas.
-Venga -le digo, y le toco el codo. Vega -vuelvo a decirle, acariciándole la mejilla.
Ahora que hemos sido testigos los dos de un accidente mortal, se puede decir que compartimos una experiencia vital. Además, he compartido con ella mi propia experiencia del nacimiento de un niño; nuestras vivencias comunes de las seis últimas horas, lado a lado en el coche, abarcan dos de los sucesos más importantes de la existencia humana: el nacimiento y la muerte, el principio y el fin. Si ella me preguntara con gesto decidido durante los cien últimos kilómetros del viaje si querría acostarme con ella, yo no me negaría.