Revista Cine

'Rosemary's Baby', el Roman Polanski más aterrador

Publicado el 15 abril 2010 por Avellanal

Rosemay’s Baby es una de las pocas películas que verdaderamente me aterrorizó de niño y lo sigue haciendo al día de hoy, cuando la infancia se convirtió tan sólo en un nebuloso recuerdo hace tiempo ya. No me sucede lo mismo con otros maravillosos filmes que sigo apreciando con inmenso placer una y otra vez –The Exorcist, Carrie, The Omen, The Shining, Halloween, por nombrar algunos–, pero sin sentir en lo más mínimo aquellos escalofríos que ascendían por una humanidad más pequeña y un espíritu más ingenuo y receptivo. Ni Linda Blair escupiendo blasfemias y otras pestilencias, ni Sissy Spacek cubierta por sangre de cerdo, ni la mirada desquiciada de Jack Nicholson en el hotel Overlook, ni el pequeño Michael Myers aprendiendo a empuñar el cuchillo: no, ninguno de ellos consigue cortarme la respiración como la tez blanquecina del enflaquecido rostro de una Mia Farrow presa de la angustia, la desesperación, el pánico y la incomprensión, desplomándose en una pesadilla con visos demasiado reales para salir indemne de ella.

“Rosemary’s Baby”, de Roman Polanski

Con Dance of the Vampires, Roman Polanski venía de filmar un homenaje-parodia al cine de vampiros, y al mismo tiempo, de dirigir por primera vez para la gran industria del cine (cambio que nunca deja de causar matices traumáticos para cineastas acostumbrados a márgenes absolutos de libertad creativa a la hora de llevar a cabo sus realizaciones). Pero, seguramente Robert Evans –mítico productor de la Paramount– no pensó en el director polaco debido a esa primera incursión en Hollywood, sino tomando como referencia sus inicios profesionales (especialmente el corto conocido como Dos hombres y un armario, y sus largometrajes británicos: Repulsión y Cul-de-sac). Evans, junto a William Castle –quien tenía una gran experiencia dirigiendo películas de clase B– habían leído una oscura ficción escrita por Ira Levin, y automáticamente decidieron que la compañía se haga con los derechos, avizorando en la misma un casi seguro éxito cinematográfico. Lo que muy probablemente nunca imaginaron es que de la sociedad Polanski-Levin no saldría otro simple producto de terror destinado al mero entretenimiento masivo, sino una de los films más turbadores de la historia del cine.

La historia de Rosemary Woodhouse, una preciosa joven, llena de vida y proyectos, comienza para el espectador cuando ella se instala, junto a su marido Guy, en uno de los apartamentos de un residencial y decimonónico edificio frente al Central Park, en Manhattan. Como luego acontecería en Le locataire, a lo largo del desarrollo narrativo Polanski le concede un protagonismo capital que deviene en asfixiante, al reducido espacio territorial que conforman el departamento de la lozana pareja y el de sus singulares vecinos, los Castevet. (Sólo hay que apreciar el modo cómo resuelve comenzar la película: un panorama aéreo del edificio, y la cámara que progresivamente se va acercando-sumergiendo en la interioridad del lugar donde ocurrirán los hechos centrales, para terminar del mismo modo luego de más de dos horas, pero con el movimiento inverso, desde el interior hasta llegar nuevamente al plano inicial). Minnie y Roman Castevet son dos ancianos que conviven con una jovencita que, luego de intercambiar una conversación con Rosemary en la lavandería del edificio, termina suicidándose. De allí en adelante, el matrimonio Woodhouse, poco a poco, comienza a entablar una extraña relación de amistad con sus amabilísimos vecinos, pese a la diferencia de edad existente. Guy, quien al principio se muestra reticente, y no quiere aceptar las insistentes invitaciones de los Castevet, de pronto varía drásticamente su posición y se convierte en un animado interlocutor de Roman, al tiempo que pasa de un desdichado presente laboral como actor desocupado a conseguir papeles muy importantes a costa de infortunios ajenos. Por su parte, en una inversión de roles, y a causa del inusitado cambio experimentado por su esposo, Rosemary comienza a desconfiar de casi todo su nuevo entorno. Algo huele mal en ese apartamento colindante en el que misteriosamente desaparecen los cuadros cuando ellos son invitados a comer. Hasta que, en circunstancias confusas, queda embarazada.

“Rosemary’s Baby”, de Roman Polanski

El rótulo de “película maldita” que acompañó a Rosemay’s Baby prácticamente desde su estreno, se debe, en esencia, a dos particularidades: 1) el macabro asesinato de Sharon Tate, la mujer de Polanski, perpetrado en 1969 por seguidores de la secta satánica fundada por Charles Manson. Tate, que estaba muy cerca de dar a luz, había tenido una breve aparición en el largometraje de su marido, como una de las amigas de Rosemary, en la fiesta que ésta brinda en su apartamento; 2) el tendal de historias extrañas y lúgubres asociaciones que arrastra consigo el edificio Dakota, ya aludido como escenario omnipresente del filme. Entre sus habitantes célebres se puede mencionar a Lauren Bacall, Leonard Bernstein, Judy Garland y Boris Karloff. Sin embargo, y a pesar de que se señala a la lujosa construcción como punto de encuentros satánicos a fines del siglo XIX y escena de innumerables suicidios, sólo el asesinato de John Lennon, producido en sus puertas, fue lo que terminó de conferirle una oscura resonancia que se mantiene incólume hasta nuestros días.

Volviendo a Mia Farrow, en el curso de su carrera difícilmente otra vez haya logrado compenetrarse y componer un papel con tal destreza como lo hizo al darle vida a Rosemary. Al valorar su notable actuación no hay que recaer solamente en la transformación física a la que se sometió (corte de pelo, pérdida de peso, demacración facial). Por el contrario, lo excepcional radica en la siguiente conjetura: de su padecimiento ante cámara, tan verosímil y vivido, el público deriva que el enflaquecimiento es psíquico y no físico, que las causas del mismo (insinuadas pero nunca explicitadas) de ningún modo provienen de la naturaleza. Quizás en la memorable escena de resolución, en ese andar tambaleante, en esa mirada henchida de horror y amor, se abrevie la maestría de una interpretación que encuentro fascinante. Y, como si no fuera suficiente, al ponerse en la piel de la señora Castevet, Ruth Gordon luce tan simpática y servicial que al espectador le parece indecoroso dudar de sus buenas intenciones, por más que vislumbre la turbiedad de su verdadero proceder. Algo similar podría afirmarse de Sidney Blackmer, legendario actor teatral, que compone a un Roman Castevet menos solícito pero más enigmático aun que su mujer. John Cassavetes, como Guy Woodhouse, no desentona del todo, pero revela a las claras que se desempeñaba superlativamente mejor detrás de las cámaras que frente a ellas.

“Rosemary’s Baby”, de Roman Polanski

Otra meritoria decisión que incorporó el director fue la prevalencia de la mirada subjetiva desde la que prácticamente se narra todos los hechos; de este modo, durante una buena parte del metraje, se coloca al público ante una disyuntiva reforzada por la ambigüedad connatural al relato: la conspiración que sufre la protagonista, ¿es real o producto de su desbordada imaginación? En Rosemay’s Baby, para crear terror, genuino terror, Polanski no necesita recurrir al bus effect ni valerse siquiera de una gota de sangre. Sólo Rosemary, sus temores, y el retrato azabache de un culto siniestro detrás de las delgadas murallas del apacible hogar. Al pensar en esta obra maestra se me vienen a la mente unas consideraciones generales de Ángel Faretta, que hace un tiempo resaltó Hernán: Como recordamos, el film tiene dos niveles: el de la fábula y el de la puesta en escena. El primero corresponde a lo que se cuenta y el segundo al cómo se cuenta. De allí que en cine la pregunta ¿qué dice tal film? debe ser respondida interrogando ¿cómo lo dice? Ese cómo sólo existe en el film, nada externo a él puede ‘explicarlo’. Es vano interrogar toda declaración previa o posterior al film de parte del realizador: ninguna conferencia puede usurpar el lugar del creador. Si la explicación, el sentido, no está dentro del film, no está, desde luego, en ninguna otra parte. En ese sentido, Rosemay’s Baby es, pues, una auténtica lección de cómo contar una historia.

Rosemary’s Baby (EE.UU., 1968).
Director: Roman Polanski.
Intérpretes: Mia Farrow, John Cassavetes, Ruth Gordon, Sidney Blackmer, Maurice Evans, Ralph Bellamy.
Calificación: 8,50.


 


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