Rosetta Forner lleva una varita mágica en el bolso. Te toca la cabeza con ella y se ríe a carcajadas mientras te da la bendición para que hagas «lo que te salga de la varita». Lleva practicando el ritual desde los seis años: «Cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, dije que hada madrina, para ayudar a la gente a ser feliz», asegura, sonrisa en ristre.
Y la varita no sólo es literal, con palo vestido de lazo y punta en forma de estrella, sino que también es simbólica, en forma de libros como Que no te la den con queso (Ed. Zenith), en el que da mil y una razones para espolear nuestras conciencias, rebelarnos contra el adocenamiento y alzar la cabeza en busca del reconocimiento propio.
Pero enseñar a la gente a ser feliz no es fácil en una sociedad en la que a menudo vamos como borregos en manada, empeñados en ser infelices y en no hacer nada por cambiarlo: «Como abunda el contemporizar, el no destacar, no enseñar nuestros dones, acoplarse a los demás, que venga alguien y sea auténtico y diga que lo mejor del mundo es ser uno quien es, resulta complicado. En España cuando destacas te cortan la cabeza y muchos quieren que la gente les quiera y les acepte. ¿Y ellos? ¿Se aceptan ellos?», se pregunta Rosetta.
—En su nueva obra compara a los distintos tipos de personas con diversas clasificaciones de quesos. Después de haber escrito tanto sobre príncipes y princesas, permítame decirle que el queso me parece un alimento poco principesco...
—Quería decirle a la gente que nos están contando muchísimos cuentos y quería referenciarlo con algo original. Al gustarme tanto los quesos, tuve la idea de buscar esa relación. Hay quesos bajos en calorías que son como plástico y quesos excesivamente fuertes... por eso lo relacioné.
—Comencemos por el grupo «celestial», compuesto por la torta del Casar, el capricho de los dioses... vamos, quesos no aptos para la acechante operación bikini.
—A lo mejor tenemos que refundar la operación bikini. El otro día leía un libro sobre enfermedades psicosomáticas y cómo nos esclavizamos y hablaba de la redondez del vientre y de su relación con la creatividad: el vientre tiene que estar blandito y redondo para poder acunar. Además, ¿dónde queda uno en medio de tantas prohibiciones? ¿Y por qué tenemos que estar todos esqueléticos?
—A Gandhi, Charles Chaplin, Juliette Binoche, Gerard Depardieu, Irene Villa y su madre, Esperanza Aguirre...
—Se va a poner contentísima la presidenta. Mire que si le ofrece ir en sus listas...
—¡Uy! Iría encantada en las listas de Aguirre.
Adiós a la corrección política
—Insiste usted en el concepto de «quedar bien con uno mismo», ¿resulta incompatible con la corrección política?
—El políticamente correcto queda bien con los demás quedando mal con uno. Quedar bien con uno a veces es compatible con quedar bien con los demás, pero no debe ser a costa de olvidarse de las ideas propias. Si cuentas contigo mismo, no serás políticamente correcto, porque no aceptarás imposiciones y dirás lo que piensas, como los niños.
—Pues permítame decirle que a los niños les enseñan a no decir lo que piensan, que hasta se han sacado de la manga una escuela de princesas para enseñar a las niñas a ser sumisas...
—Entonces hagamos del problema la oportunidad: podemos crear la escuela de los rebeldes [carcajada]. ¿En qué degeneró la revolución de los ochenta? Aquello fue un sueño que apuntaba hacia una liberación de la mujer, para que nos diéramos nuestro sitio en la sociedad y tuviéramos un proyecto de vida que no sólo fuera ser «señora de», pero de repente estamos en un punto en el que las mujeres tienen que seguir siendo princesitas lelas y buscar un príncipe que las rescate. Habrá que volver a ser las feministas de principios del siglo XX.
—Volvamos a los quesos: el segundo grupo es el de los «virtuosos», representados por el tiramisú o el mascarpone, que usted define como los que están «entre Pinto y Valdemoro». ¿A quién situaría en este grupo?
—A Luz Casal, Santiago Segura, Boris Izaguirre (haciéndole un favor). Les falta atreverse a acabar de decir en público las cosas que dice en petit comité. No ser ni siquiera una vez políticamente correctos.
—Y seguimos con el grupo de los «atontados contentos», como esos quesos bajos en calorías a los que parece que les falta algo. ¿Ahí está la mayoría de la sociedad?
—No, la mayor parte de la gente son ranas cocidas. En este grupo están los que muy de vez en cuando son políticamente correctos. ¿Ejemplos? Rajoy.
—¿Zapatero?
—Zapatero y su desgobierno son ranas cocidas, incluidos Rubalcaba y Chacón. ¡Menuda la que tenemos! «Atontado contento» es Obama, haciéndole un favor...
—¿Aznar?
—Él está en el grupo de Aguirre, en el de los celestiales. Y no soy de derechas, que conste. Por ejemplo, Alfonso Guerra me gustaba mucho. En un tiempo fue virtuoso, pero ahora es atontado contento: tuvo una cabeza tan bien amueblada, era tan rápido de lengua, tan perspicaz... ¿qué ha sido de él? ¿Y dónde ha quedado? Se le ha fagocitado y lo ha permitido.
—¿Rosa Díez?
—En el grupo de «atontados contentos»; no me la acabo de creer.
«Las ranas cocidas se tragan sus propias mentiras»
—Y dígame, ¿quiénes son «ranas cocidas»?
—Penélope Cruz. Estoy muy de acuerdo con un crítico que decía que «llamarla mala actriz es un insulto a las malas actrices». La mayor parte de la sociedad está en el grupo de las ranas cocidas. El «atontado contento» todavía distingue la realidad del cuento, pero no soporta no quedar bien con los demás, así que se tragan el sapo. Pero las «ranas cocidas» se llegan a creer sus propias mentiras. La sociedad hace muchas ranas cocidas. Por ejemplo, con las mujeres maltratadas: nadie nos hace nada que nosotras no consintamos, y en la mayoría de los casos una víctima de la violencia de género disculpa a su agresor, pone excusas para justificar el maltrato. ¿Por qué? Porque la sociedad no le dice a una mujer que no tiene que permitir la falta de respeto, sino que la victimiza y la estupidiza. Hay que enseñarlas a cuidarlas de sí mismas.
—Bueno, detrás de la violencia de género hay todo un sistema de educación machista y fuertes mecanismos de destrucción psicológica.
—Uno nace y la familia ayuda o destruye, pero llegados a los 25, no vale lo de «Mi papá y mi mamá me han traumatizado»: si la vida no te sabe bien, busca alguien que te ayude y te enseñe lo que no te enseñaron antes, a llevar las riendas de nuestras vidas. Ése será el dinero más productivo de nuestra vida. Nunca es tarde para tener una infancia feliz.
—Su discurso me recuerda a las tesis de ¡Indignaos!, de Stephane Hessel, que llama a la rebelión contra el adocenamiento y se ha convertido en un fenómeno de ventas.
—Lo repito mucho: la gente tiene que indignarse, porque sólo así se ponen los límites. Pero para indignarse hay que tener un gran nivel de dignidad y de autoestima.
—Y dígame, ¿se puede ascender en la tabla de los quesos o uno está condenado a ser un queso gruyere, o sea, una «rana cocida»?
—Sí, nunca es tarde para rectificar. Hay gente que se empeña en ser un queso gruyere o en uno de agujeros negros, pero ojo con relacionarse con ellos, porque por los agujeros te puedes caer.
«La princesa Letizia es una rana cocida»
—Le propongo clasificar rápidamente en su tabla de quesos a varios personajes públicos. Por ejemplo, Belén Esteban.
—¡Rana cocida!
—Mourinho.
—Virtuoso.
—Ruiz Mateos.
—Creí que era virtuoso, pero me parece que se ha quedado en atontado contento.
—Ana Rosa Quintana.
—¡Ya no me va a llamar a su programa! No sé si atontada contenta o rana cocida...
—Gadafi.
—No entra en ninguna clasificación, es putrefacto.
—La princesa Letizia.
—Rana cocida.
—Si la vida es como una tabla de quesos, ¿en qué orden hay que comérselos?
—El último debe ser el que te deje un buen regusto, un saborcito en el paladar. Con la gente pasa igual, hay personas a las que te quedas con ganas de volver a ver.
—Dígame, ¿está todo perdido? Porque esto de ir contracorriente no se lleva demasiado.
—Todavía tengo esperanza en el ser humano y hago todo lo posible por que cada vez más gente deje de ser rana cocida. No hay que esperar a estar con la autoestima destrozadísima para reaccionar: hay que tomarse muy en serio la primera falta de respeto y poner remedio. Si disculpamos no podemos indignarnos. La primera persona que se la da con queso nada más levantarse es uno a sí mismo... y los demás, ¿qué van a hacer? Pues lo mismo. Debemos plantearnos qué tipo de vida queremos vivir, qué tipo de sociedad queremos tener. Y yo prefiero emigrar: no quiero vivir en una sociedad que no se indigna y que no da oportunidades a los buenos y no fomenta la meritocracia. Hace mucho tiempo que nos pusieron en la cazuela, le dieron al fuego poquito a poco y de repente estamos cocidos sin darnos cuenta.
Publicado en Diariocrítico.