Rossana Dresdner | Memorias de exilio

Publicado el 02 febrero 2014 por Adriana Goni Godoy @antropomemoria

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Rossana Dresdner | Suecia

MI PRIMER PERIODO EN SUECIA – EL MILAGRO DE PERTENECER

A los 12 años, mi conciencia política se asemejaba mucho a la concepción de las películas de vaqueros: estaban los buenos y estaban los malos. Y los malos, obvio, siempre pierden al final. Creo que eso estuvo en el trasfondo del asombro y perplejidad que caracterizó la percepción de mi primer año en Suecia. Como en este caso habían ganado los malos, nada de lo que sabía o en lo que creía hasta entonces era ya seguro. Así, creo que todo lo que vino después de desarmar nuestro hogar en un mes, echar en una maleta todas tus pertenencias y partir, lo viví con asombro y perplejidad. Y cierta expectación. Llegamos a un país cubierto de nieve, a un barrio en construcción, a un departamento que era un cuarto del tamaño de nuestra casa, a una vida muy estructurada pero acerca de la cual no sabíamos nada y a la que teníamos que aprender a adaptarnos, desde cero. Pero no recuerdo haber sentido tristeza. Sino más bien perplejidad, asombro y, finalmente, mucha curiosidad.  

El silencio, Salgari, los colores, el asombro

Mi primer día en el 5to Básico de la escuela del sector –Ericskolan– fue a menos de una semana de haber llegado a Uppsala. Me sentí como un animalito de zoológico en exhibición. Yo no me parecía a nada de lo que ellos habían visto antes en su sala de clase. La profesora –que intentaba hablar algo de italiano– me hacía muchas preguntas. Mis compañeros de curso, le hacían preguntas a ella para que me las transmitiera a mi. Yo no entendí ni una sola palabra. Así es que tampoco emití ninguna como respuesta. Así transcurrieron varias semanas. Yo no entendía nada de lo que se hablaba en clases, y me dedicaba a leer libros en español durante todo el día. Emilio Salgari era mi preferido. Sólo participaba en matemáticas y educación física, dado el lenguaje universal que utilizan tanto los números como el cuerpo. A pesar de que era invierno, lo recuerdo todo lleno de colores. La sala de clases, la ropa de mis compañeros, los libros y cuadernos. Y todo me parecía asombroso: Porqué mis compañeros eran tan delgados y altos? Como podía el pelo ser tan rubio y brillante? Porqué mi ropa era tan extraña comparada a la de ellos? Porqué hombres y mujeres jugaban a las mismas cosas en los recreos? Porqué casi todos pololeaban? Porqué parecían tan libres? Y porqué se daban el trabajo, cada recreo, de intentar hablar conmigo, de saber más de mi, cuando era obvio que no había forma de comunicarse? Todo me parecía asombroso. Y todo abría un mundo de posibilidades desconocidas. Durante ese periodo de silencio obligado, abrí muchos los ojos. Agudicé los sentidos tratando de entender lo que me rodeaba a partir de las sensaciones, de gestos, de actitudes, de expresiones. Y la sensación que me queda, hasta el día de hoy, es de acogida. De la acogida que pueden ser capaces de dar niños de 12 años. Simple, concreta, sin palabras. Yo fui parte de ese curso desde el momento en que entré en esa sala. No importaba mi color de pelo, mi apariencia, ni el hecho de que no fuera capaz de integrarme a la mayoría de las actividades. No importaba siquiera si me sentía cómoda o no. Era parte. Era un hecho tan indesmentible, que ni siquiera yo lo ponía en duda. Con los años, he concluido que ese milagro se pudo dar gracias a que los suecos, la sociedad sueca, estaba cimentada de manera tan profunda sobre principios de respeto al ser humano –independientemente de su origen, filiación política, raza, sexo, nacionalidad, edad, etc.– que cualquier interacción se daba sobre esa base. Y esos principios estaban tan enraizados, que hasta los niños los practicaban, sin siquiera estar concientes de ello. La barrera idiomática fue cayendo paulatinamente con las clases regulares y pacientes de “sueco para inmigrantes”, a las que asistía dos veces por la semana junto a Elizabeth, Oscar –de nacionalidad boliviana– y Sergio, de Santiago. Y cuando empecé a comunicarme accedí un mundo que, con los años y hasta hoy, pasó a ser parte indeleble de mi personalidad, de mis creencias y convicciones. No digo que fue miel sobre hojuelas. Sufrí discriminación, soledad, inseguridad. Como muchos de mis connacionales. Como muchos suecos también lo sufren. Como sufren chilenos que nunca salieron de Chile. Como sufrimos todos en la vida. Pero la sensación de asombro, la forma de mirar, quedó para siempre. Y siento que eso hizo mi corazón más grande. Y lo abrió para todo el mundo. La foto es de mi 5to año básico. Marzo de 1974. Yo llevaba un mes y medio en Suecia.

vía Rossana Dresdner | Memorias de exilio.