Tiger Competition
Una de las producciones nórdicas más esperadas es Gritt (Itonje Søimer Gutormsen, 2021), película noruega que nos presenta a un personaje complicado en su representación y en su interpretación. Pero tanto la directora como la actriz Brigitte Larsen, que realiza uno de los trabajos más profundamente psicológicos que hemos visto en mucho tiempo, ya conocían al personaje de un proyecto anterior, el cortometraje Retrett (Itonje Søimer Gutormsen, 2016) y existía una cierta necesidad por desarrollarlo más. La idea en principio es la de presentar una trilogía sobre el personaje que comenzó con el corto y terminará en un próximo largometraje. Gritt es una joven actriz que trata de encontrar un sitio dentro del movimiento artístico independiente de Oslo, pero cuyos proyectos nunca reciben el apoyo económico necesario. De alguna forma, ella vive un proceso de inmadurez que la lleva a tomar decisiones poco acertadas, a mantener una vida inestable sin ni siquiera tener un lugar donde dormir, después de que su tía decida vender su casa (su madre vive en Gran Canaria sin que sepamos muy bien si tiene contacto con ella).
Al comienzo de la película vemos a la protagonista en Nueva York acompañando a una directora de teatro con síndrome de Down que parece tener una vida más estable. En esta primera imágenes tenemos la sensación de que el trabajo de dirección discurre por caminos igual de pedantes que el mundo cultural que se nos describe con cierta ironía. Pero poco a poco nos vamos dando cuenta de que esta cámara en continuo movimiento refleja el estado mental de la protagonista, cuya degradación paulatina irá acompañando también, haciéndose la imagen cada vez más inestable, utilizando el formato de Super 8 en el momento de crisis emocional de Gritt. Es una película valiente y arriesgada, porque resulta difícil empatizar con la protagonista, que es manipuladora, mentirosa, arribista y desequilibrada. Pero el excepcional trabajo de Birgitte Larsen, joven actriz que proviene del Teatro Nacional de Oslo, consigue que como espectadores encontremos un punto de conexión con el personaje, aunque a veces la veamos como ese amigo que mira con impotencia cómo una persona cercana está haciendo el ridículo constantemente. La película propone una interesante reflexión sobre la "normalidad", sobre la forma de encajar en una sociedad cuando ésta no tiene instrumentos de apoyo. El problema del personaje no está tanto en su personalidad dispersa sino en la forma en que constantemente es malinterpretada o ninguneada en su intento de encontrar un espacio propio.
En la competición principal de Rotterdam encontramos dos películas que son irregulares por razones contrarias: una porque predomina lo visual sobre la narrativo, y la otra porque predomina lo narrativo sobre lo visual. The edge of daybreak (Taiki Sakpisit, 2021) es el primer caso. Presentada en un absorbente blanco y negro, lleno de texturas, se trata de una película tailandesa que nos acerca a la última noche que pasa un político en una casa antes de ser obligado a exiliarse tras el golpe de estado ocurrido en 2006. La película conecta con otro de los momentos de violencia que sufrió el país en los años setenta, y muestra las consecuencias de esta inestabilidad política constante. El director describe su película como un paisaje mental, una descripción de la zozobra de un país que al mismo tiempo influyó en la crisis mental que sufrió parte de su propia familia.
Se trata por tanto de una película que tiene lecturas profundas en sus imágenes casi de ensueño, en su construcción como puzzle psicológico, pero que precisamente por este deseo de expresar a través de las imágenes pierde algo de la narrativa. Y, en esta representación que resulta fascinante desde el punto de vista visual, en la que se nota la minuciosidad que ha puesto el director en la puesta en escena, en la colocación de elementos que seguramente tienen una interpretación simbólica, se difumina la claridad en la exposición de los hechos que narra. Es una película absorbente en sus imágenes, pero distante en su conexión con el espectador.
Por otro lado, la producción australiana Friends and strangers (James Vaughan, 2021) se sostiene principalmente en los diálogos para proponer un retrato nada complaciente de la sociedad australiana. O por lo menos de una parte de la sociedad de su país, la que se mueve entre obras de arte y personajes con cierto aire snob, lo que se se denomina la clase intelectual "ennui" (la que se recrea en el aburrimiento). El director se refleja en el protagonista, un joven que parece estancado en una vida sin demasiado rumbo, rodeado de lujos que sin embargo no resultan nada atractivos. Se construye una comedia dramática que se basa principalmente en unos diálogos tampoco excesivamente ingeniosos, incluso en muchos momentos intrascendentes. El hecho de contar con actores no profesionales no ayuda tampoco a dar naturalidad a los personajes, teniendo en cuenta su necesidad verborreica. De alguna manera, el director pretende construir situaciones que pueden resultar incómodas para los personajes, como cuando el joven visita una casa junto al puerto y de fondo se escucha constantemente una música disonante, que proviene de la casa de un vecino. Se establece así una sensación de irrealidad absurda, molesta. Pero al final tenemos la sensación de que la película es precisamente aquello sobre lo que pretende ironizar.
Big Screen Competition
Otra producción australiana es Lone wolf (Jonathan Ogilvie, 2021), que adapta libremente la novela de Joseph Conrad El agente secreto (1907), llevada al cine y la televisión en varias ocasiones. En este caso, el director y guionista sitúa la acción en un futuro cercano y reflexiona sobre la constante monitorización de todos nuestros actos. Para ello, cuenta la historia únicamente a través de cámaras de seguridad, de cámaras de vigilancia o de cámaras de móvil. Es, por tanto, una representación de la realidad que se muestra desde un entorno digital. Este recurso, que está justificado solo relativamente, sin embargo está utilizado con inteligencia, componiendo un puzzle de imágenes que consigue narrar la historia con cierta claridad. Pero al final también se convierte en su peor enemigo, porque el recurso visual acaba siendo limitado y repetitivo, y previene de una mayor implicación, sobre todo en los momentos más dramáticos. El director además introduce algunos cambios en la historia, que casi parecen enfocados a un empoderamiento femenino, que no terminan de resultar acertados.
La directora japonesa Yukiko Sode logró una cierta repercusión internacional con su primer largometraje, Mime-mime (Yukiko Sode, 2008), y ahora presenta en Rotterdam su tercera película, Aristocrats (Yukiko Sode, 2021), basada en una novela de Mariko Yamauchi. Las protagonistas son dos mujeres que pertenecen a clases sociales diferentes: una es de buena familia y está presionada constantemente para que encuentre un marido; la otra es una chica humilde que aspira a una vida mejor. Ambas estudiaron juntas, pero no es hasta pasados muchos años cuando retoman su relación y, por circunstancias, también comparten al mismo hombre. El que será futuro marido de la primera ha sido amante de la segunda. La directora muestra esta diferencia de clases de forma clara, deteniéndose en los detalles de la presión emocional que sufren ambas por distintas razones.
Pero Aristocrats es una especie de cuento al revés. Es la mujer de clase social alta la que envidia la vida de la joven más humilde. Ambas son retratadas de forma diferente: mientras la primera lo ve todo a través de una burbuja, representada en las ventanillas de los taxis que utiliza para desplazarse por la ciudad, o en los ventanales de las restaurantes de lujo, la segunda tiene un contacto más directo con el paisaje urbano y humano, se desplaza en bicicleta, camina por la calle... Pero lo más interesante de la película es cómo se va construyendo lentamente una recuperación de la relación entre ambas, una amistad que se va haciendo cada vez más impenetrable, y que permite a ambas huir de sus propias vidas. Aristocrats es un hermoso homenaje a la amistad de las mujeres, a la liberación de un entorno eminentemente patriarcal.
Limelight
La directora norteamericana Kelly Reichardt recibe este año el Premio Robby Müller, que reconoce a aquellos cineastas que tienen un lenguaje visual propio. Y precisamente su última película, la magnífica First cow (Kelly Reichardt, 2019), que ganó el Premio a la Mejor Película en el pasado Festival Internacional de Cine de Gijón, participa en esta sección. Sin duda, es una directora que merece el reconocimiento gracias a su profunda y particular visión de personajes marginales en los Estados Unidos, en títulos como Old Joy (2006), que ganó el Premio Tiger en Rotterdam, Wendy y Lucy (2008), su anterior revisión del western en Meek's Cutoff (2010) o ese reflejo de la mujer en la América profunda que nos presentó en Certain women: Vidas de mujer (2016). Esta tarde precisamente hay un encuentro digital abierto al público con la directora Kelly Reichardt. Este año debería ser su definitivo reconocimiento en la carrera hacia el Oscar, pero la ausencia de First cow en las nominaciones a los Globos de Oro parece que es un mal presagio.
El director de origen iraní pero residente en Holanda desde 1988 Kaweh Modiri, es uno de los jóvenes cineastas a los que el Festival de Rotterdam ha seguido la pista desde hace tiempo, programando sus cortometrajes y presentando su debut en el largometraje, Bodkin Ras (Kaweh Modiri, 2016). Este año incluye en esta sección su segunda película, Mitra (Kaweh Modiri, 2021), un thriller político que toma como base un hecho real ocurrido en su familia: su hermana fue ejecutada en Irán antes de que él naciera. En este caso, la protagonista es Haleh, una mujer que huyó a Holanda después de que se hija fuera traicionada por una amiga y ejecutada por sus actividades en contra del régimen. Años más tarde, Haleh cree reconocer a la mujer que traicionó a su hija, que ahora es madre soltera en Holanda, y planea una venganza.
El dilema que plantea la película es si realmente la protagonista ha reconocido a la persona correcta, si los recuerdos traumáticos de alguna forma han nublado su capacidad para poner cara a quien provocó la muerte de su hija. Es un planteamiento interesante, que el director muestra con eficacia, aunque algunas de las situaciones puedan resultar algo forzadas, sobre todo en la relación de la madre con la supuesta traidora. Pero el director consigue un drama político que tiene fuerza, contrastando una fotografía oscura que muestra los suburbios de una ciudad holandesa con el tono azulado, pero nunca luminoso, de los flashbacks hacia el año 1982 que van contando la historia de madre e hija en Irán.