El Festival de Cine de Rotterdam cumple su 50 aniversario con una celebración doble. Mientras que las habituales fechas en el mes de febrero acogieron una primera parte del festival en formato híbrido, entre el 2 y el 6 de junio tiene lugar una segunda parte, que incluye una nueva selección de películas que no pudieron entrar a principios de año. Esta continuación del Festival de Rotterdam se realiza también en formato online pero asimismo de forma presencial con estrictas medidas de coronavirus, como el requerimiento de una prueba negativa para poder acceder a las salas. Porque aunque Bélgica comenzó una nueva fase de la desescalada en el mes de mayo con la apertura de las terrazas y los bares, no está previsto que las actividades culturales puedan desarrollarse hasta el 9 de junio, fecha en la que se abrirán los cines, teatros y museos.
En todo caso, el IFFR extiende su programación durante varios meses, propiciado por estas circunstancias especiales pero, como hemos comentado en otras ocasiones, estos formatos nuevos que han surgido debido a la pandemia deberían ser estudiados para su continuidad. ¿Por qué un festival de cine debe celebrarse en una fecha concreta? ¿Por qué no extender la programación durante varios meses, aprovechando las facilidades que supone el streaming?.
La nueva lista de películas que propone el Festival de Rotterdam se estructura en cuatro secciones: tres de ellas son habituales de la muestra que no se incluyeron en la edición de febrero, como son Bright Future, dedicada a nuevos cineastas, y Cinema Regained, que incluye documentales y ficciones que tienen al cine como tema central, así como la selección de cortometrajes y mediometrajes. También está incluida una nueva sección, Harbour, que ofrece una amplia variedad de producciones recientes. Como hicimos en febrero, dedicaremos varias crónicas a esta nueva programación del Festival de Rotterdam.
La única producción española que participa en esta sección es El vientre del mar (Agustí Villaronga, 2021), que también forma parte de la programación del Festival de Cine Español de Málaga, que se celebra del 3 al 13 de junio, y que inaugurará el Atlàntida Film Fest el próximo 26 de julio. La película está basada en el naufragio que tuvo lugar en julio del año 1816 por parte de la fragata francesa Méduse que, tras una serie de decisiones desafortunadas, terminó encallando en un banco de arena frente a las costas de Senegal. Los 400 pasajeros que llevaba a bordo la fragata tuvieron que repartirse en los pocos botes salvavidas, por lo que se decidió construir una balsa de 12 metros de largo por 6 de ancho que acogiera a los 147 pasajeros restantes, y que al final acabaría a la deriva. La tragedia de esta balsa se recogió en el cuadro Le Radeau de la Méduse, pintado por Theódore Géricault en 1819, que es una de las referencias visuales que están presentes de forma clara en El vientre del mar.
La historia del naufragio fue convertida en un relato por el escritor Alessandro Baricco, en el que Agustí Villaronga se basa para construir su historia. El autor italiano ha sido adaptado con menor fortuna en otras ocasiones como en La leyenda del pianista en el océano (Giuseppe Tornatore, 1998) o Seda (François Girard, 2007). Pero la apuesta del director mallorquín es más fiel al original y cuenta con elementos más reducidos, manteniendo en cierto modo la esencia de la obra teatral en la que se iba a convertir (protagonizada por Eduard Fernández y Darío Grandinetti), pero que debido a la pandemia no pudo llevarse a cabo, transformándose en un proyecto de cine que tiene una clara disposición de teatralidad, rodado en reducidos escenarios y utilizando sobre todo la puesta en escena y el texto para construir un drama que reflexiona sobre la condición humana.
La película comienza con el juicio al que son sometidos dos de los supervivientes de la balsa (de los 147 solo quedaron nueve marineros vivos), el médico Savigny (Roger Casamajor) y el marinero Thomas (Oscar Kapoya), en cuya representación aporta ya Agustí Villaronga su principal herramienta para contemporizar la historia. No se menciona en la novela la raza de Thomas, aunque se sobreentiende que es un marinero francés, pero el director decidió que lo interpretara un actor negro, contextualizando la historia con resquicios de la época colonial. Y creando así un hilo conductor que establece un paralelismo entre la aventura trágica de la balsa de la Méduse y la actualidad de las cientos de pateras que surcan el Mediterráneo y que sufren parecidas vicisitudes, y parecida conclusión trágica. Agustí Villaronga envuelve en contemporaneidad el relato decimonónico, quizás demasiado explícito en la utilización de imágenes reales de pateras, y mucho más sutil en el uso de vestuario anacrónico, pero consiguiendo una interpretación mucho más dramática de esta historia. Curiosamente, cuando Theódore Géricault expuso su cuadro provocó un escándalo por el hecho de recrear un hecho contemporáneo que el rey Luis XVII quería ocultar.
La película está envuelta en una espléndida fotografía en blanco y negro de la que son responsables Josep M. Civit y Blai Tomàs (que tiene como uno de sus principales referentes la película El faro (Robert Eggers, 2019)), aunque en realidad se utilizan tres gradaciones de color para mostrar diferentes aspectos de la historia: el blanco y negro natural, lleno de matices, algunas imágenes tomadas en infrarrojos, que ofrecen una textura sorprendente que afianza el tono claustrofóbico de la puesta en escena, y por último escenas tratadas en color degradado, que muestran el subconsciente del personaje de Savigny, encerrado también en su propio sentimiento de culpa, en una especie de reflexión pesadillesca que le atenaza. En ese sentido, Villaronga establece diferentes grados de opresión a través del texto y del subtexto: el entorno colonial, el espacio de decrepitud colosal que ofrece el escenario de Es Sindicat, un edificio abandonado que acogió la más grande de las bodegas vinateras de Mallorca en 1920, el entorno del tribunal, que acorrala a los marineros juzgados, o la representación de la balsa dentro de un lugar cerrado... Cuando al final Savigny avista una bandera blanca en el horizonte, el plano con el que concluye Agustí Villaronga no muestra un horizonte abierto, sino una pared blanca frente a la balsa, lo que supone en realidad un zarpazo de pesimismo.
Al comienzo de Blutsauger (Bloodsuckers) (Julian Radlmaier, 2020) un grupo de jóvenes en una playa discuten sobre la obra El Capital (1867), en la que Karl Marx describe el capitalismo utilizando a veces metáforas sobre los vampiros: " El obrero no es ningún agente libre y su vampiro no cesa en su empeño, mientras quede,[...], una gota de sangre que chupar". De la discusión en torno a este texto surge la pregunta de si realmente Marx creía que los capitalistas eran vampiros. La premisa se convierte en el punto de partida de una comedia política en la que el director alemán aborda su tercer largometraje profundizando en la carga intelectual que marcaban sus anteriores películas: Ein proletarisches Wintermärchen (Un cuento de hadas de invierno proletario) (2014) y Selbstkritik eines bürgerlichen Hundes (Autocrítica de un perro burgués) (2017).
El protagonista es un supuesto conde ruso que sin embargo se revela como el obrero de una fábrica que, por casualidad, se convierte en actor ocasional interpretando a Leon Trotsky en la película Octubre (Sergei Eisenstein, 1927) pero, debido a que la relación entre Stalin y Trotsky se había deteriorado, su papel es eliminado por completo de la película. La anécdota es real, y de hecho Eisenstein eliminó todas las escenas en las que aparecía el personaje de Trotsky en el montaje final de Octubre. Ljowushka (que está interpretado por el director de cine georgiano Aleksandre Koberidze), animado por su nueva condición de actor, decide viajar hasta la costa báltica para intentar zarpar hacia Hollywood. Pero en su camino se encuentra con Olivia (Lilith Stangenberg), una rica heredera que trata de mantener a raya a los trabajadores de una fábrica de su propiedad.
Ella es la capitalista "chupasangre", la vampira que describía Karl Marx, pero en sentido literal. El director propone una historia que se coloca en el absurdo humorístico para retratar otro absurdo que tiene que ver con la idea de capitalismo, con la condición depredadora de una sociedad que explota a los obreros para mantener su propia condición. Hay un humor seco en la película, reflejo de algunas de las influencias de Julian Radlmaier: " T odas las películas políticas que me gustan son comedias, como Chaplin, que creo que era un gran cineasta político. Las mejores películas políticas de Godard son las más divertidas, los films de Pasolini son al mismo tiempo cómicos y políticos". Pero también hay una cierta impostura que juega con los anacronismos porque, aunque se desarrolla a finales de los años 20, poco después de la muerte de Vladimir Lenin en 1924, se abre a incorporar elementos contemporáneos como automóviles. La utilización de actores no profesionales, que a veces parecen recitar de memoria en vez de interpretar, también le da a la película un cierto acartonamiento que no sabemos si es deliberado. Pero lo cierto es que, aunque hay algunas ideas interesantes sobre la representación literal de los capitalistas como vampiros, el humor funciona con dificultad, las ideas se desvanecen en medio de una puesta en escena artificial, y el mensaje político resulta demasiado obvio.
Mucho mejor, pero no por ello menos singular, es el resultado de The blue Danube (Akira Ikeda, 2020) la última película del director japonés que ganó en el Festival de Rotterdam con su película Anatomy of a paper clip (2013). En este caso la historia se desarrolla en una ciudad ficticia donde la guerra con la vecina Futohara, situada al otro lado del río, está arraigada en la vida cotidiana. Un día, un soldado llamado Tsuyuki (Kou Maehara) queda cautivado por la música que escucha desde la orilla opuesta, mientras se esparcen rumores de que llegarán nuevas armas y tropas a la ciudad.
Los soldados que protagonizan la historia, reunidos cada día a las 9 de la mañana para conocer las nuevas informaciones del comandante, se mueven de forma casi automática, se comportan de modo repetitivo, hacen de la monotonía una forma de vida. Con un estilo característico que ya se encontraba en sus anteriores películas, el director construye una historia a base de sketches con cámara fija y personajes serios, tan convencidos de la trascendencia de sus palabras que ahí es donde radica buena parte de la comicidad. Esta puesta en escena estática nos recuerda a directores nórdicos como Aki Kaurismäki o Roy Andersson.
En esta sucesión de sketches que muestran un espíritu eminentemente antimilitarista, que describe escenarios donde el absurdo de la burocracia y de la estructura militar se revelan como instrumentos de control, encontramos una narración que a veces se desequilibra en repeticiones interminables. Hay una cierta sensación de que el director disfruta introduciendo a sus actores en diálogos que son bucles de preguntas y respuestas monosilábicas, construyendo una comicidad extraña y absurda que representa también la sinrazón de la guerra, quizás una mirada crítica a la propia historia de Japón. Una guerra que ya nadie sabe cuándo ni por qué comenzó, en la que los soldados deben disparar un número determinado de balas todos los días de 9 a 5. La guerra con horario de oficina, órdenes que no se discuten aunque sean contradictorias. En este sentido, The blue Danube funciona adecuadamente en su mirada irónica, en su sentido del humor absurdo y en su condición de rareza maravillosa.
Esta sección incluye películas que hablan de cine, o que tienen como temática principal el contenido audiovisual. Ayako Tachibana wants to go viral (Satô Amane, 2020) aborda esta reflexión sobre la representación visual a través de una película pinku eiga que tiene también connotaciones del género de terror. Aprovechando el ciclo que dedicó la plataforma MUBI a la productora Keiko Sato, ofrecimos un repaso a algunas de estas películas eróticas japonesas, denominadas , que surgieron en los años sesenta y que se han mantenido en un nivel de producción notable hasta nuestros días. Son producciones que muestran un marcado carácter erótico pero con un trasfondo social, y abordando géneros diversos.
En el director aborda el youTubeverse, el universo de las creaciones de canales en YouTube a través de los cuales se realiza una representación de la vida de sus protagonistas. " Ayako Tachibana wants to go viral Siempre me ha fascinado esa brecha que existe entre lo que los youtubers muestran de sí mismos a su audiencia y lo que ellos experimentan personalmente", comenta Satô Amane . Esta reflexión sobre una representación que aparenta ser real pero que se trata de una realidad fake, construida en base a lo que los usuarios quieren ver, es una de las premisas de esta película. Pero también es una representación de la que los mismos youtubers no tienen control: cuando Ayako (Aika Yamagishi) cuelga un video haciendo yoga, pronto se convierte en viral, pero los usuarios no están interesados en el yoga, sino en cómo la ropa deportiva marca sus zonas genitales.
Los protagonistas son una pareja de youtubers que muestran su vida a través de un canal que tiene miles de seguidores. La puesta en escena reproduce el punto de vista de cada uno de los personajes, la cámara siempre está en modo subjetivo, pero intercambiando el punto de vista, lo que proporciona por ejemplo una visión de las escenas eróticas singular, casi "inmersiva". La película comenzó a rodarse en 2019, pero la llegada de la pandemia y el confinamiento provocó la interrupción del rodaje. De modo que esta nueva circunstancia provocó también cambios en el guión. " Durante la pandemia, los youtubers ofrecían muchas grabaciones alegres y festivas, lo que contrastaba con la realidad que estábamos viviendo. Pensé en esa incongruencia de lo que podías ver en estos canales y lo que estaba ocurriendo a nuestro alrededor", dice el director. Uno de los elementos que se introdujeron en la trama fue ese miedo a lo desconocido, a la existencia de algo amenazador que no es visible.
De esta forma, la película adopta, especialmente en su última parte, la condición de horror movie, a través de escenas que crean desasosiego, especialmente gracias al uso en primera persona de la imagen. Pero es menos interesante esta propuesta de terror, o incluso su propia condición de pinku eiga, como las preguntas que suelta en torno a la cultura de la imagen, las reflexiones sobre si somos conscientes de la diferencia entre verdad y mentira, de la representación falsa que transmite la sociedad youtuber y de la comercialización de una vida privada (o la ilusión de una vida) a la esfera pública.