Rubén Amón, corresponsal de El mundo en París, es uno de esos amigos que de vez en cuando te regala esta profesión. Soy unos años mayor que él, y cuando empezó yo tenía ya algún que otro callo (hace ya tiempo, sin embargo, que me adelantó por la izquierda); he compartido con él ruedas de prensa, visitas al Teatro Real (¿verdad, Rubén?, que diría Plácido Domingo), entrevistas, almuerzos, cenas, viajes, festivales... Recuerdo con nitidez un viaje que hicimos en su coche él, Belén -su mujer- y yo desde Pésaro, donde cubríamos el festival Rossini, a Macerata, para ver "La traviata" en el magnífico e impresionante Sferisterio. La vuelta (unos 130 kilómetros) la hicimos entre risas. Rubén se ríe mucho, con una risa franca, contagiosa, a menudo escandalosa... Es transparente, como lo es él, a quien es difícil no cogerle cariño cuando se le conoce. Posee un extraordinario sentido del humor, que me ha hecho reir a mí también con frecuencia. Durante años, por ejemplo, difundía entre carcajadas la especie de que yo no tenía ordenador porque yo viajaba con un mac portátil que se podía integrar en una base convirtiéndose en un ordenador de mesa. Profesionalmente, es un hombre inquieto, con una extraordinaria preparación cultural, especialmente en lo tocante a la pintura y a la música, y muy singularmente la ópera, un género que adora (confiesa ser un barítono frustrado) y del que informa con una precisión y una puntualidad que es difícil encontrar hoy en día. Hace años que trabaja como corresponsal, primero en Roma y ahora en París, y cada vez resulta más difícil verle en sus visitas a Madrid. El viernes pasado me invitó a la presentación de su nuevo libro, titulado No puede ser y además es imposible (Styria), una recopilación de anécdotas de toreros. Los toros son otra de las pasiones de Rubén, que en cuanto huele un buen cartel se escapa de París para asistir a la corrida. En torno a él nos reunimos el otro día en Las Ventas un puñado de amigos para la presentación, en la que intervinieron Curro Vázquez (su torero de cabecera), Juan Luis Cano, la mitad de Gomaespuma; y José María Cano (uno de los vértices de Mecano, ahora centrado en la pintura y con la música, me dijo, totalmente abandonada). Fue un acto entretenido, divertido, salpicado de anécdotas que Rubén narra en el libro con su habitual soltura y estilo. Me siento muy orgulloso de Rubén, me siento muy orgulloso de ser su amigo y espero poder compartir butaca -hace mucho que no coincidimos- en algún teatro.