Nuestros viejos dolores enterrados
salen del desecho de la historia,
del botín de los vencedores
robado a los vencidos.
Con el dolor cristalizado,
el desprecio del mundo
nos convierte en culpables.
Nunca nos quiso nadie.
Así termina "Sangre derramada", uno de los poemas de La resistencia que Manuel Ruiz Amezcua ha incluido en Del lado de la vida, la antología poética que recoge cuarenta años de creación en un volumen editado por Galaxia Gutenberg / Círculo de lectores con un prólogo ("Manuel Ruiz Amezcua y la alegría de decir no") de Antonio Muñoz Molina.
Están en ese texto algunas de las constantes temáticas y literarias de un autor en cuya obra se reúnen, dice Muñoz Molina, la denostacion más acusadora y la afirmación de la ternura, el flujo del verso tan natural que hasta finge el descuido o el puro prosaísmo.
Una larga trayectoria, a la que este volumen añade varios poemas inéditos en la sección final, que aúna la perfección formal y la intensidad emocional en una poesía civil, una poesía de ideas a la que aludió García de la Concha para definir estos textos encauzados entre el ritmo solemne del soneto y la agilidad del octosílabo y su estilo directo.
El amor y la muerte, la esperanza y la memoria, la denuncia de la injusticia y la elegía de los sueños vencidos son los temas que recorre la obra de Ruiz Amezcua desde Humana raíz hasta La resistencia, un título significativo de la “furia afilada” con que define Muñoz Molina la poesía de un autor que se pone -pese a todo- del lado de la vida.
El amor de Atravesando el fuego, los abismos existenciales de Las voces imposibles, la denuncia en Contra vosotros, libros centrales en la poesía de Ruiz Amezcua, resumen gran parte de las claves temáticas y estilísticas de una obra en la que la insumisión y la desobediencia, la resistencia y el testimonio construyen una poesía de expresión descarnada en la que conviven la protesta y la emoción, la reflexión y el desengaño.
Y todo ello con la tensión emocional y el desgarramiento expresivo que refleja este Nietos de la ira:
Nunca nos abandonó el miedo,
ni el hambre,
ni la inseguridad,
ni el frío del desamparo.
Nunca nos abandonó
la tristeza de la separación.
La angustia era nuestra madre
y crecía en nuestra casa.
Un lastre doloroso
nos iba convirtiendo en hombres.
Tuvimos la mirada abierta
y la sonrisa limpia.
Tuvimos esperanza, y la perdimos.
Sin saber por qué
nunca fuimos niños.
Crecíamos solos.
Estábamos solos.
Vivimos abandonados.
Santos Domínguez